Por Vicente Undurraga // Editor literario Mayo 19, 2017

Teniendo a la vista un crucifijo, una vez Nicanor Parra comentó: “Ahí va Nuestro Señor Jesucristo con su identidad a cuestas, porque la identidad es una cruz”. La búsqueda de identidad es algo común a todos en cierto momento iniciático de la vida, pero hay quienes se quedan pegados en modo adolescencia para siempre, encasquetados con la primera, la segunda, o en el mejor de los casos, la tercera identidad que pillaron y se echaron encima como una cruz, un caparazón o un poncho mojado. Y nadie que lleve algo así encima puede pensar en otra cosa que en eso que los encoge y los achata.

Así surgen los insoportables, los héroes de su invariable y monotemático guión de vida. El perfil es reconocible a lo lejos: crecientemente ciegos a la realidad, son sujetos que viven repitiendo como disco rayado los preceptos y proyecciones que emanan de su identidad. Quijotes de su propia lata.

Hay una especie radicalmente estrecha de monotemático: el que carga no con una identidad, al modo de un beatlemaníaco, por ejemplo, sino con apenas una causa o idea, que rápidamente se convierte en un credo con el que va a todas partes, llevándolo a cuestas con indisimulada satisfacción y enfrentando con él lo que venga: una encrucijada vital, una discusión, una decisión laboral. Sea cual sea esa idea que arrastra consigo es poco relevante. Podría pensarse que no da lo mismo si se trata de una gran idea o de una tontera, pero la diferencia al final es secundaria, pues el resultado es casi idéntico: titanes de la monserga, sujetos de mente estrecha, guardaespaldas de su propia credulidad. Pueden muchas veces abrazar una idea o causa del todo relevante, como la necesidad de instaurar la igualdad de género o la equidad en tal o cual plano de la vida civil, la pertinencia de darle un mejor trato a la naturaleza o a los animales o la beneficencia (por lo demás cuestionable) de la lectura o el deporte. Pero es el modo de vivir esas ideas y su predicamento lo que vuelve a sus profetas soporíferos y, alcanzado cierto punto, dañinos. Se trate de un encapuchado antitodo o de un ciclista furioso, de una crítica con severa agenda ideológica o del padre de las AFP, la estulticia corre pareja.

Nadie puede combatir siempre y en todo lugar por una misma y única causa”

Hay hombres que luchan muchos años y son muy buenos, pero los que luchan toda la vida son complicados. Nadie puede combatir siempre y en todo lugar por una misma y única causa. Incluso en medio del apocalipsis, como decía un viejo sabio, es lícito aspirar a un mínimo de felicidad, de tranquilidad, de vacilación, lo cual implicará siempre incurrir en contradicciones o, al menos, en incertidumbres y titubeos. Hay momentos en que el sentido de la resignación puede ser algo grandioso. “¡Basta ya de tanta faramalla! ¿Qué quieren? Si ni siquiera las estrellas fijas son fijas, ¿cómo pueden decir que todo lo verdadero es verdadero?”, escribió Lichtenberg en uno de sus aforismos. Quien haga suya esta lección elemental sabrá confiar en su desconfianza; es decir, sabrá ser suspicaz sin ser paranoico y creer sin ser crédulo. No dará todo siempre por sentado, tendrá humor y sentido de las proporciones y estará abierto a lo espontáneo. En otras palabras, combinará bien la aguja de la intuición, que funciona siempre libremente, y el hilo de la memoria. Y con ellos podrá atar cabos y armar un tejido de ideas, acciones y principios para desenvolverse en la vida de manera no programática, siendo capaz de ponerse en los zapatos del otro, por muy hediondos que sean. Si no, mejor será dejarles el planeta a las sectas y a los robots o, lo que es lo mismo, a los Chicago Boys, al pastor Soto o al ultrón de turno.

Estos lateros discursivos, que en el Chile actual no escasean, son como la leche en caja de larga vida, pero muy frágiles: al poco rato a la intemperie se descomponen, se agrian. La suya es como la fragilidad de Tomás Rodaja, el protagonista de El licenciado Vidriera, de Cervantes, que enloquece y sale a la calle creyéndose un vidrio: enfrenta al mundo, cómo no, desde su delirante identidad vidriosa. Entonces cree que todo lo va a hacer trizas y vive a la defensiva, absurdamente. Como personaje, una genialidad más de Cervantes. Como individuo con el que uno podría tener que convivir, una pesadilla andante y agresiva, pues en nombre de su causa estos seres estarán siempre dispuestos a exigir disculpas y retractaciones a medio mundo, a sermonear a los fumadores y los disipados, a trolear, funar y tratar de fascistas, en fin, a quienquiera que ose alejarse medio metro de la senda de su apostolado.

En tiempos de vacíos políticos y de liquidez ideológica, el agua está hervida para que se cocinen y multipliquen como gremlins personajes así. Hay que estar en guardia ante estos cuchuflíes morales, que por unidimensionales, monotemáticos y ridículos, pueden compararse a The Beans, esa réplica japonesa de los Beatles que no se puede creer que de verdad exista. Recomiendo verlos en YouTube imitando el famoso concierto de la azotea.

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