Por Álvaro Bisama // Escritor Mayo 5, 2017

Es raro recordar el pasado reciente. A veces, la claridad llega con el tiempo y es más fácil narrar lo que sucedió hace una década con más precisión que lo que pasó hace poco tiempo. Pienso en eso cuando veo la entrevista que Mario Kreutzberger le hizo a Michelle Bachelet hace dos años en un segmento de T13. La entrevista dura media hora y es la tercera de tres conversaciones que Don Francisco tuvo esa semana. Era su vuelta a la tele después de que se cancelara la emisión de Sábado Gigante. La sección se llamaba “¿Qué le pasa a Chile?” y en los días anteriores había estado con Lagos y Piñera. Bachelet era la última invitada. Tenía sentido: el caso Caval había explotado y la arista SQM parecía una pandemia que infectaba al espectro político completo.

Algo de eso está en la entrevista, donde flota la sombra constante de una amenaza indiscernible en el modo en que la presidenta intenta hablar sin quebrarse, para tratar de parecer entera y cercana. Pero no funcionaba. “Usted era alegre, bailaba; se le salía un zapato, reía. Ahora parece que usted no lo está pasando bien”, le dijo en un momento Kreutzberger. Por supuesto, hoy nadie se acuerda de esos fragmentos, de ese tono triste y quizás melancólico, de esa sensación de que hay algo que no se puede reparar.

"Cuando se escriba la crónica de la Nueva Mayoría, el ex ministro Rodrigo Peñailillo apenas va a ser una nota al pie, alguien sin rostro”.

Es entendible. Bachelet tenía un misil guardado para “¿Qué le pasa a Chile?”, una clase de sorpresa que le había negado a Amaro Gómez-Pablos cuando la entrevistó en TVN . “Voy a contarle algo. Hace algunas horas le pedí la renuncia a todos los ministros”, dijo y con eso selló el destino de Rodrigo Peñailillo, el ministro del Interior y lo más parecido a un hijo político que había tenido nunca. Peñailillo, cuya estadía en el gobierno era insostenible al revelarse que había recibido dineros de SQM, fue despedido días más tarde en una ceremonia de cambio de gabinete que duró menos de quince minutos.

Todo fue extraño e inesperado pues no se trataba de un militante cualquiera sino de un colaborador privilegiado del bacheletismo, de un sobreviviente de las guerras de su partido y un ejemplo rutilante sobre cómo funcionaba la burocracia política que había criado la Concertación. Mal que mal, Peñailillo simbolizaba la adultez de quienes habían hecho el peregrinaje por los pasillos del poder local en las últimas dos décadas, atravesando todos los ritos de paso que les ponía la transición. Ahí, el ministro destacó antes que nadie: fue el primero en ganar esa guerra sorda generacional que acaba por destruir estas últimas semanas a la Nueva Mayoría de la mano de Carolina Goic y Alvaro Elizalde. Pero mientras ahora ellos celebran algo parecido a un triunfo (han sobrevivido y expulsado a sus padres de la fiesta, pueden vomitar toda la cerveza artesanal sobre la alfombra deshilachada que heredaron, si quieren) sobre Peñailillo –que alguna vez ocupó portadas– vino el olvido que está destinado a los que son considerados indeseables: su silueta se difumina en el paisaje como alguien innombrable, irreal como una pesadilla o una alucinación.

La damnatio memoriae, la condena que el viejo Senado romano aplicaba a los enemigos del Estado, borrando su nombre y efigie de todos los lugares posibles, cayó sobre él. El nombre de Rodrigo Peñailillo desapareció de la memoria de la misma coalición que había ayudado a fundar. Así, fue extirpada cualquier mención de su labor del gobierno y dejaron de escribir y de hablar de él de cualquier modo que no fuese con sorna o vergüenza; los 14 meses que fue ministro no existieron nunca y pareciese que jamás estuvo en el centro del comando que orquestó el triunfo de Bachelet. Era obvia la razón: la épica del esforzado funcionario concertacionista ya no les servía (se veía mal, se veía pobre, ya no tenía ese fashionismo progre que tan bien vende en las páginas sociales), ya no calzaba con el relato de un gobierno que parecía estar en la mitad de una película de terror; ese momento donde los protagonistas avanzan por la trama sin saber si están infectados por alguna plaga. En esas, películas, los personajes hurgan en su propia piel para tratar de ver las señales de la enfermedad, que ocultan de modo chapucero mientras los cuerpos caen a su alrededor, descomponiéndose o convirtiéndose en monstruos.

Pero la damnatio memoriae funciona; en la política el olvido actúa mejor que en cualquier otra área. De hecho, ahora mismo Rodrigo Peñailillo es una amenaza silente que aparece como una sombra en los relatos de otros (como el de Michel Jorratt, ex director del SII, que denunció presiones suyas para no indagar en las cuentas de SQM),  citado a declarar, casándose o yéndose a vivir a otro país. Es una anécdota, un mal trago que hay que pasar rápido, alguien que es mejor no nombrar. No es raro pensar que en el futuro, cuando se escriba la crónica de la Nueva Mayoría, apenas va a ser una nota al pie, alguien sin rostro. Paradójicamente, todo parece haber empezado en esa entrevista con Don Francisco. Ahí Bachelet niega cualquier cercanía, aunque dice que le tiene un gran cariño, como a todos los ministros. Kreutzberger se da cuenta, insiste. Ella se emociona, pero no se quiebra, habla en términos generales, jamás particulares; Peñailillo es un nombre más en una lista, es otro ministro más. “No es fácil”, dice ella y luego huye hacia delante. Ahí está la orden, la condena, lo que hay que hacer en el futuro; es la sentencia al olvido en vivo y en directo y para todo Chile.

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