Por Álvaro Bisama // Escritor Mayo 19, 2017

La carta está ahí, colgada en las redes sociales. La envió la Comisión Patrimonio, que funcionó en el Partido Socialista entre los años 2002 y 2011. Va dirigida al compañero Álvaro Elizalde y a los miembros de la comisión política. La firman Jorge Jorratt, Verónica Montellano, Óscar Guillermo Garretón y Edmundo Dupré. Es su explicación de las cosas que pasaron la semana pasada; fue escrita como comentario a las reacciones del partido y de la opinión pública a partir del reportaje que hizo Mega, donde se contaba el modo en que la colectividad había administrado su patrimonio.

El texto tiene seis páginas y es durísimo. Es un documento importante, inesperado e inexplicable. A su pesar, pocos textos políticos recientes pueden ser más reveladores y contundentes. Sabemos qué aspira a hacer (aunque nunca lo haga ni se refiera a eso): justificar el hecho que los socialistas hayan invertido el dinero que el Estado les había entregado en tanto reparación de los bienes expropiados durante la dictadura en empresas de Julio Ponce Lerou como SQM y Pampa Calichera; una paradoja feroz que implica que el partido de Allende (que alguna vez fue presidido por su hija) apostara sus fondos al desempeño de las sociedades de inversión del yerno de Pinochet. No es una idea agradable, pero la historia es así, la tragedia se convierte en farsa, un chiste bastante más cruel y negro que cualquier clase de humor gráfico.

"La carta que escribió la Comisión Patrimonio del PS es un texto que quiere salvar a sus miembros de la culpa”.

Así que la carta percibe eso, quiere evitarlo, quiere salvar a sus miembros de la sombra de la broma, que también es la sombra de la culpa. Porque los miembros de la Comisión Patrimonio, todos militantes comprometidos, no quieren que se les juzgue públicamente, no admiten estar en la boca de los otros ni que se los crucifique. Todo lo hicieron por el partido. Lo hicieron para salvarlo de depender de plata ajena, para liberarlo de los intereses de los poderosos, de los jefes a los que les dijeron chao (sic). Se lo deben. Lo extraño es que, además, quieren lucir buena onda, parecer cercanos. Por eso la carta está escrita de modo coloquial y simpaticón, con ese tono que es el tono de la reprimenda que hace un padre en la sobremesa de un almuerzo, de un padre que quiere que no se le diga nada, que no se le cuestione porque es el sostenedor del hogar y eso implica tomar decisiones difíciles que no le es posible consultar con nadie. Eso está

ahí en el texto, ese modo de ver las cosas: la ausencia de reconocimiento de cualquier error, la soberbia de no admitir culpa alguna, la certeza de haber hecho lo correcto.

Porque los miembros de la comisión son víctimas. Hicieron lo que tenían que hacer, lo que estaba en sus manos. La gente de las redes sociales es mala onda, Chile entero es ingrato con ellos, no los entiende ni entiende su responsabilidad. Los militantes están equivocados, el coro griego vocifera en el aire pues es a ellos, a los de la comisión, a quienes se les debe una disculpa.

Eso vuelve al texto inquietante, aunque parezca una broma. Es un manifiesto, un lamento, una declaración de fuerza. En apariencia, parece el discurso de un profesor que se quiere hacer el joven con sus estudiantes y trata de usar palabras de moda aunque su manía didáctica siga ahí, sin admitir otra explicación de las cosas que no sea la suya. En el fondo, el texto tiene otro valor, que es el de condensar de modo inapelable la biografía del partido, los ajustes ideológicos que han tenido que hacer una y otra vez, las ruedas de carreta con las que han aprendido a comulgar, los modos en que perciben su lugar en la historia, esperando que el presente no los alcance ni los derribe porque no puede ni debería hacerlo, no tiene derecho. Pero acá la condición de parodia tiñe todo lo que dice la carta.

Porque es imposible no leerla y reírse con una mueca torcida, esa mueca nerviosa que se hace al contemplar una comedia cruel a la que sólo se puede reaccionar con cinismo y hastío, saltándose la vergüenza ajena. Hay que leerla pensando en cómo las palabras se degradan hasta perder el sentido, cómo las ideologías se doblan hasta volverse su opuesto. Hay que leer la carta como si fuese un espejo que mira hacia atrás en el tiempo, proyectando el reflejo deforme que el presente esgrime sobre el pasado, acaso una lectura alucinada y surreal de la propia memoria.

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