Por Evelyn Erlij // Periodista y corresponsal en Europa Mayo 26, 2017

El terrorismo tiene el mérito de retorcer la moral: nunca antes nos sentimos tan felices de ser manoseados por un extraño. Cuando un guardia en Cannes nos toquetea con su detector de metales o cuando mete las manos sin People pile up flowers and arrange candles and signs at a vigil in Alpudor dentro de la cartera, una sensación de placidez nace de esa otrora violación a la intimidad. Porque aquí, en el festival de cine más grande del mundo, todos somos cineastas: el que no imagine tramas de atentados es porque tiene los nervios operados o porque no leyó noticias en los últimos dos años. Premio al más rollento, al que se pasa más películas y todas esas expresiones paranoicas tan ad hoc con este evento cinéfilo.

Entre las hordas que se apelmazan en la Croisette (cercada con vallas anticamiones asesinos), uno se encomienda al dios todopoderoso de su preferencia: dichosos los vigilados y bienaventurados los policías que de ellos será el reino de los cielos. Cannes por estos días es un escenario distópico imaginado por el profeta Orwell, en el que guerra es paz —más armas, más calma— y en el que ese Gran Hermano compuesto por 550 cámaras, cientos de militares y policías de civil da vida a una sociedad de control con la que Michel Foucault, el filósofo de la vigilancia, tendría sueños mojados.

Somos animales de costumbre, así que al poco rato echamos de menos las metralletas cuando no las vemos, sobre todo después del atentado que acaba de suceder en Mánchester.

Algunos terminamos dándoles las gracias a los guardias que nos controlan al entrar en el Palais des Festivals, la sede del evento, pero el miedo no disuade a los turistas cazafamosos que se aglutinan en las calles y no entienden que el riesgo cero no existe. Ese es otro mundo: Cannes es un festival para los profesionales, no para el público, así que el que aterriza aquí sin acreditación viene básicamente a tirar pinta, a sacarse fotos o, en buen chileno, a parar el dedo.

Basta con una breve caminata por la Croisette para confirmar que la ciudad es la meca de los que sufren una crisis de adolescencia tardía y buscan sanar su ego con una cura de selfies y retratos estelares (hay fotógrafos especializados en lo que la revista SoFilm ha llamado el paparacheap, el paparazzeo barato). Porque como este es el “festival de cine más importante del mundo”, el que viene se siente “importante” por osmosis. Freud estaría encantado en esta cumbre mundial del narcisismo con el eslogan cartesiano: “Me saco una selfie, luego existo”, para citar el título del último libro de la filósofa francesa Elsa Godart.

En el festival de cine más grande del mundo, todos somos cineastas: el que no imagine tramas de atentados es porque tiene los nervios operados o porque no leyó noticias en los últimos dos años

Las redes sociales se llenan de imágenes de gente posando con algún famoso que finge una sonrisa cordial —de vez en cuando ocurre el milagro de ver celebridades en las calles— y de algún suertudo que consiguió entradas para una función oficial y se sacó una foto en la alfombra roja. Es el deporte favorito de los festivaleros y en francés  tiene nombre: la montée des marches, la subida de los escalones. Jean Cocteau odiaba tanto esa obsesión que llamó a Cannes “el festival de la escalera” y ya en 1955 advirtió lo que hoy sulfura a los cinéfilos que vienen: “Ahora ni siquiera hay esnobs. Sólo hay imbéciles pretenciosos y poco interesados (en el cine)”.

En las calles se ve mucha pompa hecha en China, pero también mucho lujo real, muchos miles de euros en trajes y joyas que contrastan con inmigrantes que piden plata en las veredas y contemplan desde ahí un desfile de zapatos caros. Cannes nació en 1939 en la Francia socialista del Frente Popular como una guerra ideológica y cultural contra el entonces fascista Festival de Venecia, pero hoy parece un paraíso apolítico del consumo, el networking y la desigualdad. Todo se reduce a quién tiene la mejor acreditación, la mejor labia o los mejores contactos para ganar algún privilegio.

Hay quienes hablan del festival de la humillación: existe un sistema de castas que obliga a los desfavorecidos (dueños de las peores acreditaciones) a, por ejemplo, hacer filas de hasta dos horas para a veces ni siquiera entrar a una sala de cine. ¿Para qué acreditar a 3 mil periodistas si nunca entrarán todos en las pocas funciones que tiene cada filme? Por culpa de ese afán de grandeza, Cannes se convierte en una fiesta adolescente: el que no entra a una sala o a una fiesta es el feo del curso, y el que entra se siente tan winner como Leonardo DiCaprio en la proa del Titanic.

En medio de tanta publicidad y presencia de socialites ajenas a las raíces cinéfilas del certamen (como Kendall Jenner y Rihanna), dan ganas de invocar al cronista de los eventos masivos, David Foster Wallace: por más que Cannes y Sundance se hayan convertido en una zona empresarial —escribió en 1998—, por más que las estrategias de marketing importen más que las películas, por más que sepamos que la industria se felicita a sí misma en estos eventos por fingir que el dinero no es lo más importante, “en el fondo sabemos que todo es una mierda”.

Cannes es tan consciente de sus miserias, que este año regaló chapitas que resumen de qué va todo: “Soy tan patético que me saqué una selfie en la alfombra roja” —dice una—, “vi la película de ese fulano que hizo no sé qué”, dice otra. El festival es una “anti-Internacional” que grita: ¡cinéfilos del mundo, dividíos! Sáquense pica, siéntanse losers, compitan e intoxíquense con envidia. Pero si tanto masoquista vuelve cada año (somos muchos) es porque en medio de tanta banalidad siempre hay una película (como Loveless, de Andrey Zvyagintsev o 120 latidos por minuto, de Robin Campillo) que por dos o tres horas nos devuelve la fe en la humanidad y nos hace olvidar eso que decía Foster Wallace: que en el fondo todo esto es una mierda.

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