Por Vicente Undurraga // Editor literario Mayo 26, 2017

Como el ex almirante Arancibia, el reloj de flores lleva años dando la hora en Viña del Mar. Desde que en 1962 fue construido con ocasión del Mundial de Fútbol, congrega a cientos de turistas, ociosos y malhechores: hace poco un español borracho retrocedió seis minutos la manilla, estropeando el mecanismo; poco antes, unos cadetes curados (un clásico viñamarino) rompieron las luminarias y los jardines que lo rodean. Pero nada se compara con el letal ataque estilo indio pícaro que un pino le asestó la semana pasada al reloj.

Es como si el pino se hubiese desmayado, sepultando a ese esperpento de costosa mantención que se roba todas las miradas. ¿Qué explica que a ese reloj ubicado abajo de Cerro Castillo peregrinen turistas como si se tratara de La Mona Lisa? ¿La gran belleza de esa composición hecha de arreglos florales, manillas y vendedores de algodón dulce? ¿O es sólo que el tiempo lo ha convertido en un lugar común, una postal? ¿Pero una postal de qué? Del Viña postal, claro. Porque hay un Viña postal que fue impulsado por Carlos Ibáñez del Campo en su primera presidencia, en los años 30. Es el Viña turístico, que hoy incluye palmeras y teams, el casino y el Festival, torres tipo Miami y pubs tipo Miguelo. Ese Viña, hijo natural de la marinería y el empresariado pinochetista, hoy llora por su adefesio floreado. Y su llanto lo encarna mejor que nadie la alcaldesa UDI Virginia Reginato, que se quebró –ay– al visitar el ex reloj emplazado justo donde comienza la Avenida España, el antiguo “camino plano” que une la ciudad con Valparaíso.

"Es como si el pino se hubiese desmayado, sepultando a ese esperpento de costosa mantención que se roba todas las miradas”.

Pero hay otro Viña que no se achaca, que está feliz o no está ni ahí. Es el Viña que sabe que ese reloj siútico no está a la altura de su historia. El Viña que ha sabido no amilanarse ante su vecino Valparaíso (siempre rebosante de identidad). El Viña que tiene una arquitectura fuera de serie, de la que aún quedan muchos hitos que preservar como para andar lloriqueando por un florero chulo que dejó de dar la hora. Una ciudad contradictoria, que ha sido habitada sucesivamente por “aburridos, excéntricos y decadentes”, como deja ver Catalina Porzio en su libro Viñamarinos, y de la que han surgido desde sicópatas de rango mundial hasta referentes musicales como Los Jaivas o Tom Araya. La ciudad por cuya costa alguna vez navegó encantada Lucia Berlin. Una ciudad que ha dado dos genios a la literatura chilena: María Luisa Bombal y Juan Luis Martínez (que dejó formulada una pregunta que ningún reloj de flores distraerá: “¿A qué hora y en qué circunstancia siente usted con claridad a su ‘yo’?”). La ciudad cuyo maravilloso Cerro Castillo, en fin, merece tener a sus pies algo más digno que ese felpudo floreado que parece antejardín de comisaría pobre.

Últimamente, Viña sale en las noticias no sólo por el Festival, las penurias del Everton y la invasión veraniega de colaless, sino por ser la ciudad con más campamentos de Chile (74), por las balaceras a pleno día o, ahora, por las protestas contra la alcaldesa y el despilfarro que anunció para reparar el relojete. Es como si otro Viña comenzara a bajar de los cerros, a dejarse caer como lo hizo el pino, desflorando el encanto postal. Qué tanto con que desaparezca el reloj, además, en una ciudad que ha desechado hitos centrales de su historia urbana como el Sanatorio Marítimo, el colegio de los Padres Franceses o la concha acústica (qué nombre) de la Quinta Vergara.

Los trolls de internet, esos infrahumanos aún no suficientemente analizados, festinaron con el video que registró el desplome del pino entre la niebla nocturna. Uno de ellos, alias Mono Pelúo, hizo un chiste elemental pero certero: “¡El reloj suizo! Suizo mier...”. Viña tiene hoy que estar a la altura del azar. Hasta hace poco se presentaba como “Ciudad Jardín”, hoy como “ciudad bella”. Entonces que el municipio deje atrás la jardinería milica que el reloj simbolizaba antes de hacerse “mier…” y le abra paso a una belleza en serio. Cuando se quemó el edificio Diego Portales en Santiago, se construyó en su lugar un centro cultural que llenó de vida la zona. Podría Viña aprovechar la ocasión y proyectar, donde hoy yace enterrado el reloj, un Museo María Luisa Bombal en cuyo frontis vaya inscrita esta frase de La Amortajada: “El día quema horas, minutos, segundos”.

Recordando su infancia, la Bombal dijo en una entrevista que “Viña era una maravilla”, aunque al volver desde EE.UU. años después acotó: “Casi me desmayé de asco”. Esa vuelta fue en 1978, por lo que perfectamente puede haber sido el reloj de flores el que le gatilló el desmayo, igual que al pino.

Es una posibilidad histórica la que tiene Viña: recuperar ese terreno de lujo con vista al Pacífico para hacerle un museo de gran estilo arquitectónico a la mejor mujer que la ciudad ha dado al mundo. Y en su interior, como recordatorio de tiempos peores, el museo podrá tener un diorama o miniatura del reloj de flores con un pino viniéndosele encima, entre la niebla, como se ve en el video, amortajándolo.

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