Ocurrió hace 20 años, cuando Sergio González Rodríguez emprendió un viaje que lo llevaría directamente al infierno. Las noticias llegaban como un rumor y él quiso saber qué había de cierto en eso de que estaban desapareciendo cientos de mujeres en la frontera entre México y Estados Unidos, específicamente en un lugar llamado Ciudad Juárez.
En algún sentido, ese viaje sería sin retorno: González Rodríguez fue una y otra vez a Ciudad Juárez, pues se encontró con la miseria y el narcotráfico y los cuerpos de esas mujeres que aparecían en distintos lugares, tirados en peladeros, en basurales, con marcas de evidente tortura, sin que nadie pudiera identificar quién estaba detrás de esos asesinatos.
González Rodríguez volvió todas las veces que pudo, quería descubrir qué había tras el horror, pero las respuestas eran esquivas y muchas veces violentas, como cuando en 1999 lo secuestraron y lo amenazaron de muerte. Si embargo, insistió, preguntó, investigó, y fue descubriendo que en esa historia se escondía no un culpable, sino muchos; un paisaje marcado por la ausencia del Estado de derecho, en el que las víctimas no tenían a quién recurrir, pues parecía que todo estaba corrompido: policía, gobierno, instituciones, todo y todos.
De aquella investigación surgiría Huesos en el desierto (2002), su libro más importante y una de las obras fundamentales del periodismo latinoamericano de las últimas décadas. Después, vendrían más libros —El hombre sin cabeza, Campo de guerra, Los 43 de Iguala— que fijarían su nombre como un escritor de no ficción imprescindible, capaz de retratar la violencia que ha azotado a México en las últimas décadas como nadie lo ha hecho.
Por eso impacta tanto su muerte, que ocurrió el lunes recién pasado, luego de que sufriera un infarto. Tenía 67 años.
En noviembre de 2015 lo entrevistamos en esta revista a propósito de su último libro, Los 43 de Iguala. Era una obra escrita desde la urgencia y que estaba más cerca del ensayo y la sociología —e incluso la antropología y la historia— que del periodismo.
En el libro, anotaba: “En alguna ocasión me han preguntado por qué no, en lugar de acopiar puntos de vista, datos, archivos, dejo que sólo se explayen los testimonios, que los testigos se expresen. He respondido (...) que el testigo sólo da cuenta de una parte de la situación que ha vivido mientras otros han muerto y su silencio gravita sobre los sobrevivientes”.
En sus últimas obras, González Rodríguez se dedicó a narrar ese silencio que gravita sobre los sobrevivientes. A descubrir qué se esconde en él. Por eso el periodismo no era suficiente, pues entendió, quizá antes que todos, que para contar esa realidad —y narrar esa violencia— era necesario recurrir a otras disciplinas para recién comprender, por ejemplo, qué significaba que desaparecieran 43 estudiantes y nadie dijera nada.
Su muerte nos duele sobre todo porque fue alguien que vivió al horror no una sino mil veces y que volvió para contarlo con ese talento descomunal que tenía. Con una escritura que no debiéramos dejar de visitar.