Por Álvaro Bisama / Escritor Abril 7, 2017

Más tarde, José Miguel Insulza y Fernando Atria depondrán sus candidaturas, saliéndose de esa carrera de autitos chocadores en la que se han convertido las presidenciales”.

Todo tiene que ver con todo: la misma tarde en que el comité central del Partido Socialista decide no hacer una consulta ciudadana para elegir a su candidato presidencial, la banda chilena Weichafe toca en el festival Lollapalooza. Los del PS están en una encrucijada. Eligieron una nueva directiva y no quieren demasiado (en realidad, no quieren nada) a los dos candidatos presidenciales salidos de su propio partido (José Miguel Insulza y Fernando Atria). Tampoco estiman mucho a Ricardo Lagos. Por supuesto, más de alguien apuesta como único caballo ganador a Alejandro Guillier, que no es de ningún modo socialista (en realidad no sabemos qué diablos es), pero que es el único que marca en las encuestas. Esa tarde, en el escenario de Lollapalooza, Weichafe hace un gran show. Conocemos su historia, la de la clásica banda de la década pasada, la del grupo que se separó el 2009 para volver hace poco más de dos años, más viejos y más feroces. En un evento de rock corporativo capaz de programar bandas Disney como la del animador Jean Philippe Cretton, parecen salidos de otro planeta: el planeta del pasado, del polvo y del ruido. De este modo, mientras tocan, detrás suyo vemos la imagen de una obra del artista Norton Maza que consiste en un paisaje hecho de figuras de acción de soldados y tanques, de edificios en llamas, bombardeos y escombros, un cuadro bélico que puede ser una de las pesadillas que ilustran el sonido áspero del grupo. Pero está bien. Esta tarde, mientras los socialistas hunden su propia consulta ciudadana, Weichafe dispara ese rock denso y viejo suyo que parece una cicatriz antes que una melodía, una herida abierta antes que un himno. La presentación dura una hora. Según la prensa, la discusión de los socialistas, cuatro. Mientras Weichafe toca “Fe maldita”, un grupo de personas sube y despliega carteles. “El agua es vida, no un negocio”; “Sangre obrera, sangre de lucha”, “Aborto legal ya!! Hipócritas”, dicen. Los carteles están pintados a mano sobre cartón. La canción, que el público termina coreando de modo hipnótico, dice: “Ser feliz/ Aunque nos cueste resistir / y estar al frente listas las/ bombas de gas /bombas de gas/bombas de gas”. Luego Weichafe versionará a Los Jaivas, Jorge González y Violeta Parra dibujando una genealogía familiar, volviendo a esas canciones como un modo de remontarse en el río invisible de nuestra memoria musical. Pero en el PS no habrá memoria ni fidelidad ni río alguno; sólo el sentido común de una calculadora electoral. El comité central decidirá qué candidato del partido irá a las primarias. Son los números sobre la ideología, lo patético sobre lo utópico, la verdad; el poder como una tautología que olvida la historia. En Lollapalooza, Weichafe cerrará su show por todo lo alto. En el público ya ha empezado el pogo. La gente se sacude y se azota en círculos, se levanta polvo y Ángelo Pierattini, el guitarrista emblemático de la banda, alienta el mosh pit. Entonces sucede. Cuando todo está a punto de terminar, la cámara enfoca las pantallas gigantes que están en los costados del escenario. Vemos ahí los rostros de políticos y personajes de la esfera pública. La puntería de Weichafe es fina. La pantalla es de alta resolución. La canción se llama “Pichanga”. Vemos así a Ena Von Baer, Jacqueline Van Rysselberghe, Sebastián Piñera, Enrique Correa, Eugenio Tironi, Kike Morandé, Don Francisco, Donald Trump, entre varios. Las imágenes están animadas, a cada rostro le aparecen cuernos y colmillos. Todos son caricaturas, significantes vacíos que han perdido toda densidad o sentido. Son sÓlo fantasmas, sombras incapaces de representar nada que no sean ellos mismos, chistes, tótems de la nada. Más tarde, José Miguel Insulza y Fernando Atria depondrán sus candidaturas, saliéndose de esa carrera de autitos chocadores en la que se han convertido las presidenciales. La carta que el primero enviará será triste pero pragmática, tan dolorosa en su estoicismo militante que la cita final que hace a Salvador Allende es un cuchillo clavado al interior de sí mismo y del partido. En Twitter, Atria calificará la decisión como vergonzosa y adjuntará la escena final de “El padrino”, aquella donde Diane Keaton mira cómo Al Pacino le cierra una puerta para construir a solas su imperio de miseria. Por supuesto, es imposible no pensar en la conexión entre ambos eventos. Ahí están los signos y las señales, las pistas, porque la memoria de nuestra vida política, por más que algunos lo crean así, no es frágil. Todo circula, todo se recicla. El poder engendra su propia parodia. En el mosh de Weichafe los cuerpos chocan unos contra otros, se encuentran en un círculo de violencia colectiva para conformar un lazo sin palabras, una comunidad improvisada por medio de una coreografía brutal que es a la vez una catarsis y una unión. Son los saldos de un sábado en la tarde. De fondo quedan las imágenes de la política chilena reciente, ese escenario hecho de juguetes de guerra, el sonido de las guitarras que flota en el aire, la resolana del comienzo del otoño, el pogo.

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