Por Alberto Fuguet // Escritor Abril 28, 2017

La mejor película chilena de este otoño (Madre) la hizo un gringo”

Nicolás López tiene mala prensa (¿será su look?) a pesar de contar con una activa red social (que cansa y  molesta e irrita) y al impresionante hecho de que no para de filmar. Es una marca ya de exportación y los remakes de sus cintas por Latinoamérica cunden y funcionan. Se puede decir mucho acerca de las virtudes y también, por cierto, sobre su estilo (o falta de) y sus temas y su humor algo burdo, pero (más allá que es mi amigo) me parece que posee un mundo, una fórmula quizás y, aunque vomiten algunos, que es un autor (siguiendo la teoría del autor: un creador que haga lo que haga siempre deja su propia huella en sus creaciones). Sobras, su productora, y ahora Purgatorio, el brazo boutique que se dedicará al terror que debuta con la más-que-respetable y casi-notable Madre, han conjugado el concepto indie de otra manera: no cuentan con fondos estatales, son despreciados por la intelligentsia, usan placements y reinvierten el dinero ganado de la taquilla en la producción. Es posible que los cinéfilos cruzen la vereda cuando ven a López, pero a la hora de los quiubos es innegable que Sobras y cía. tienen un universo y una capacidad de seducir al público. Son coherentes y personales. Cero premios de los festivales serios. Tal como Rodney Dangerfield en De vuelta al colegio_, López tiene cero respeto; lo compensa, eso sí, filmando y creando y gozando con que sus películas convocan público. Nunca, hasta ahora, ha rodado algo que no le interese y no es cercano a sus pulsaciones. Uno de los grandes errores de El novísimo cine chileno, el torpe libro de Gonzalo Maza y Ascanio Cavallo lanzado el 2011, fue dejarse confundir con los brillos de la moral Rotterdam y olvidarse de gente como López (y apostar por cortometrajistas que se desvanecieron). Omitir no es lo mismo que destrozar; hablar mal de un creador me parece más honesto que creer que no existe. Sobras existe, tal como Fábula. López merece una segunda revisada a su obra (pop, cómica, que conecta con la masa), pero la crítica tiende a despacharlo. La falta de masa crítica que hay acerca de López es inversamente proporcional a sus espectadores. La basura a veces crea arte y hay mucho arte que es basura. Pauline Kael lo dijo antes. La moral y la estética de López quizás merecen un tirón de oreja, pero lo cierto es que, con el tiempo, y es el tiempo el que juzga al final, ¿no?,  Sobras y Lopez han estado detrás de cintas  curiosas, fascinantes, intrigantes, inclasificables y, por cierto, excesivas. Todo lo que ha realizado con Eli Roth merecen mi respeto: The Green Inferno, la cinta de caníbales de la Amazonía peruana, es un asco y un festín, llena de sátira políticamente correcta; lo mismo con la estupenda Knock Knock, escrita por López. Ahora apoya en su debut a un viejo colaborador, Aaron Burns, un norteamericano joven que lleva un tiempo viviendo y mirando a Chile. El debut de Burns merece mi respeto. Madre conversa —cara a cara— con El bebé de Rosemary. Para coquetear con una obra maestra hay que tener cojones. A Madre le falta la espesura, la elegancia y el uso del espacio de la cinta de Polanski, pero quizás es injusto. Madre funciona. Es una cinta de terror. Sus primeros quince minutos son terroríficos. Diana es una joven madre de un chico de unos 10 años llamado Martín que es una pesadilla: autista, autodestructivo, se pega en la cabeza hasta sangrar, no controla sus impulsos. Diana (una extraordinaria Daniela Ramírez que se luce sin tener que gritar o sobraactuar sino que todas sus emociones van por dentro). Madre apela al terror más básico: que los hijos les causen dolor a los padres, que hasta traicionen. Convertida en dueña de casa de Providencia, está cien por ciento dedicada a su hijo, mientras espera otro. Martín es un terremoto y la idea, por momentos, de asesinarlo podría cruzarle por la cabeza. Diana ha encontrado su cruz. Hasta que aparece una luz en nombre de Luz, una nana filipina. Entra con sus ritos y comidas y un pasado remoto, y las cosas cambian. Gran presencia de la debutante Aída Jabolin que mira sin revelar nada, como si gritara. ¿Es de fiar? ¿Es una bruja? Martín en su presencia se calma, su corazón se va hacia la nana. El nuevo idioma en la casa es el filipino. La mirada a la familia chilena es acertada y el temor burgués de “dejar entrar a alguien al hogar” es llevado al límite. Al evitar que la nana sea peruana/colombiana/haitiana/mapuche, lo que Burns hace es subrayar aún más la xenofobia y el racismo subyacente. Tal como en El obsceno pájaro de la noche de José Donoso, acá Luz es una suerte de Peta Ponce actual. ¿Quién manda en una casa chilena infectada por la disfuncionalidad y la enfermedad? ¿Quién es al final la patrona?: ¿la nana que salva o la madre que no se la puede? Burns lleva al siglo XXI la casa de campo y permite que el servicio doméstico se vaya apoderando de los patrones. No todo es lo que parece y el matrimonio no es tan perfecto y la soledad  va carcomiendo a Diana. Y es Donoso el que se cuela en la casa. Aaron Burns como outsider ha mirado bien el interior de nuestras casas y ha creado un thriller que no necesita recurrir al gore para aterrar. A diferencia de tantas películas, uno se queda con todos los personajes. La mejor película chilena de este otoño la hizo un gringo. Sucede.

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