Por Álvaro Bisama // Escritor Abril 21, 2017

El domingo tomamos un taxi para salir del aeropuerto. Era una mañana despejada y la carretera estaba expedita, casi no andaban vehículos. Por esa buena educación que obliga a poner al día al viajero sobre lo que ha pasado en el país durante su ausencia, el taxista se puso a contarnos su vida. Manejaba un auto de techo amarillo y dijo que llevaba quince años trabajando en Pudahuel. Dijo que había visto de todo, nos dio a entender que había sido testigo de la historia. Estuvo, por ejemplo, cuando una turba atacó a Sampaoli porque deseaba romper su contrato con la Selección. Él también le había gritado, se había sumado al coro de los hinchas indignados y dolidos. La gente le lanzó monedas y le escupió. Pero lo de Sampaoli era sólo una parte de su memoria: había visto a la gente ir y venir, a las figuras de la vida pública entrar y salir de Chile; celebridades, políticos, actores, animadores. Estaba acostumbrado. A veces, nos miraba hacia atrás desde el asiento del conductor; no quería cortar el hilo de la conversación. Tenía recuerdos de mucha gente. Dijo, por ejemplo, que no le caía bien Fernando Paulsen, pero sí Iván Valenzuela y Constanza Santa María. Que Zamorano era simpático, pero que Marcelo Salas pasaba de largo sin apenas mirar a nadie; que Don Francisco era un anciano, un abuelito que arrastraba los pies. También habló bien de Kenita Larraín y de Nicole Moreno, y contó que con Leonardo Farkas,  una fila de gente se congregaba en torno a él esperando que le regalara dinero. Farkas llevaba siempre dos millones de pesos en el bolsillo y los repartía en billetes de veinte mil, dijo. Había gente que hacía la fila y volvía varias veces. A veces, Farkas los reconocía y los echaba de la cola.

“Una colección de postales era lo que dejaba la política y el fútbol, los saldos de la TV, los rescoldos de cualquier relato nacional”.

Manejaba tranquilo mientras hablaba. Como era feriado, no había demasiado tráfico y, cuando salió al centro, la ciudad estaba sin gente, salvo por unos cuantos ciclistas, algunos corredores o jóvenes insomnes que emprendían el camino a casa avanzando por calles con todos los negocios cerrados. Era extraño escucharlo hablar porque se trataba de un relato lleno de información, donde la propia biografía se mezclaba con la historia del país: los perfiles sintéticos de las figuras a las que se refería parecían flotar bajo el sol tibio de la mañana. El sentido de las historias que contaba descansaba en su condición parcial y fragmentada, hecha de gestos y miradas, de siluetas recortadas a lo lejos, de conversaciones al paso. Lo que recordaba del relato de la política y de los medios era justamente la lista de detalles intransferibles porque estaban autorizados por la propia experiencia y como tales, habitaban el terreno de lo puramente privado, confundidos con los prejuicios y las fobias, con el cariño y la nostalgia. Quizás había ahí más verdad o sentido común que en otros relatos que abordaban lo mismo: las historias y los retratos bonsái que atesoraba y regalaba a sus pasajeros funcionaban como la confesión de alguien que narra algo para que no se pierda, para que exista en la medida que se lo recuerda. Nada era accesorio o desechable ahí, todas eran pistas que permitían entender trayectorias, formas del rostro, biografías al fin
y al cabo.

Mientras hablaba, me acordé de las novelas experimentales de David Markson, tejidas a partir de informaciones nimias y desechables; pero también del Cofralandes de Raúl Ruiz, ese documental que filmaba los sueños de un país que no existía, que era una alucinación o un tejido hecho de nostalgia. Quizás, pensé, esto es lo que queda de la vida pública, una línea de tiempo falaz y quebrada, una colección de postales; que eso era lo que dejaba la política y el fútbol, los saldos de la televisión, los rescoldos de cualquier relato nacional. Pensé también en la piel y los pelos que se desprenden de modo imperceptible del cuerpo, del mismo modo que sucede con las historias que contamos a diario, en todo lo que va dejando alguien en la medida que avanza por una ciudad.

Esa memoria acelerada de momentos y personajes me pareció un contrapunto perfecto al clima de la semana, a la caída de Ricardo Lagos y a la violencia mediática del caso de Nabila Rifo, a la resaca de la política y al horror de la televisión. Se me antojó como un álbum hecho de escenas y señales privadas, un país hilado con retazos que se iban acomodando y encontrando su sentido mientras alguien los narraba. Era una historia contemporánea y comprimida, hilada con una voz que atravesaba el mapa de Santiago. Ahí, ninguna de las personas de las que hablaba existía realmente, salvo como figurantes en ese relato acelerado. Ahí, Chile era simplemente una invención desplegada sobre esa metrópolis en la que parecía haber caído una bomba silenciosa. Ahí, todos a quienes podía recordar eran dibujos pegados sobre ese paisaje deshabitado porque el país, así como se lo veía el domingo en la mañana, sólo podía ser narrado como un cuento de fantasmas.

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