Por Evelyn Erlij // Periodista y corresponsal en Europa Abril 28, 2017

Emmanuel Macron jugó al misterio. Los resultados de las elecciones se conocieron a las ocho de la noche, pero se tomó tres horas en mostrar su sonrisa de vencedor. La espera de sus partidarios, reunidos en un centro de eventos, fue amenizada con dance pop, y mientras los candidatos derrotados pronunciaban discursos fúnebres en la televisión, los macronistas se dedicaban a bailar. “Esto parece una discoteca”, informó una periodista. El beat colérico se repetía en los despachos desde el comando de Marine Le Pen, donde sus fans también vacilaban la victoria. La noche electoral parecía una kermés de colegio.

En el entretanto, el show que los telespectadores veían en pantalla no tenía nada de bailable. En los programas, los políticos de los partidos tradicionales vencidos —la derecha y la izquierda— comenzaban sus arengas llamando a la unidad contra Le Pen, pero terminaban aporreándose. Era como un suicidio televisado.

El partido de Macron, En Marche!, es nuevo y no tiene fuerza para gobernar sin la ayuda de ambas coaliciones. Si no quieren que Francia se convierta en una vergüenza mundial al quedar en manos de un partido xenófobo, tendrán que trabajar juntos.

A las once de la noche, el ganador entró al escenario con We Found Love”, un éxito de Rihanna que no fue elegido al azar: “Encontramos amor donde no había esperanza”, dice el coro. El candidato de 39 años, que convirtió sus mítines en una suerte de charla TED, que motivó a lo Steve Jobs y que cargó sus discursos con verbos optimistas en futuro —transformaré, refundaré, renovaré—, entraba en escena, con una sonrisa a lo Kennedy y una corbata que era la antítesis de la de Trump: negra, delgada, chic. Macron era todo lo que las costas (este y parte de la oeste) de Estados Unidos hubieran querido: un presidente joven y cool.

Pero su fiesta también tenía aires de funeral. Tras el 6,35% obtenido por el socialista Benoît Hamon, voces vaticinan el fin del PS francés. Se habla de una izquierda irreconciliable entre un ala liberal y otra social; se advierte una derecha quebrada por los escándalos de su candidato, François Fillon. También se anuncia otra muerte: la del establishment. El triunfo de este hombre “ni de derecha ni de izquierda”, de este “mutante”, en palabras de Michel Houellebecq, podría hacer estallar la configuración política esclerosada —según el filósofo Jürgen Habermas— entre derecha e izquierda.

En la televisión informaban de una encuesta para la segunda vuelta: 62% para Macron y 38% para Le Pen. La mayoría de los votos de ella vienen del campo y de los trabajadores. Los de él, de la ciudad y de los profesionales acomodados. Las elecciones son la radiografía de una fractura política y social. Esa noche, Macron no pensó en seducir a esa Francia marginal. Terminó su discurso, se dirigió a La Rotonde, un café burgués donde pasó su luna de miel poselectoral, y mientras las cámaras enfocaban su fiesta chic, nadie recordaba el baile de los fans lepenistas. El baile de ese 38%. De esa Francia rural y precaria que vota por ella y que, probablemente, jamás podrá comer en La Rotonde.

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