Por Álvaro Bisama // Escritor Abril 28, 2017

La DC no existe. Desde hace años que la Democracia Cristiana es un partido invisible, más centrado en la glorificación de su pasado que en el presente, pegado en la retórica de un legado que ni siquiera sus militantes recuerdan. O, por lo menos, eso ha parecido estas últimas dos semanas, cuando —a la luz de una junta nacional que definirá cuál será su ruta en las presidenciales, aunque ya se confirmó que Carolina Goic competiría en primera vuelta—los ciudadanos han tenido que padecer el retorno a la palestra pública de algunas de sus figuras (Andrés Zaldívar, Soledad Alvear, Mariana Aylwin) que han dado entrevistas para recordarse a sí mismos que existen o que alguna vez existieron, que fueron algo, que hay una porción de la memoria de este país que les compete.

Ya es demasiado tarde. Todo se acabó hace años, tal vez cuando la DC se convirtió en una suerte de derecha silenciosa que la Nueva Mayoría cargaba como una cruz, una derecha que no parecía tal cosa, modosita y educadita, incómoda en un gobierno donde sus viejos amigos habían invitado a los comunistas a la fiesta.

"Todo se acabó hace años, tal vez cuando la DC se convirtió en una suerte de derecha silenciosa que la Nueva Mayoría cargaba como una cruz”.

En esa fiesta nadie quiso sacarlos a bailar y se quedaron mirando las luces de colores que se movían en el suelo. O quizás fue el asunto donde se reveló la extraña trenza que unía el financiamiento de la campaña de Iván Fuentes con el senador Patricio Walker y la Federación de Industrias Pesqueras del Sur Austral. O cuando Ricardo Rincón sólo recibió una amonestación por violencia de género. O quizás todo terminó mucho antes, cuando Jorge Pizarro (que alguna vez se paseó orgulloso en la ceremonia donde Bachelet guillotinó a Peñailillo como ministro del Interior) decidió viajar a un mundial de rugby en vez de visitar su región, azotada por los aluviones. Sabemos lo que sigue, que aquello remató cualquier prestigio que le quedará a Pizarro, quien dejó la dirección del partido para encargarse de sus asuntos personales (el proceso judicial a sus dos hijos, formalizados por el caso SQM).

Da lo mismo. Carolina Goic quedó a cargo del partido y terminó como candidata presidencial. Goic se esforzó, pero era la jinete un caballo muerto: Lagos nunca creció en las encuestas y el PS escogió a Guillier. Lagos se bajó, quedaron solos. Ahora van en primera vuelta.

Mal que mal, la caída de Ricardo Lagos aceleró el fin de la DC tal y como la conocemos, visibilizando algo que ya sabíamos: que el partido era algo que vivía a la sombra de una idea, que lo que quedaba de ellos era el jirón de una leyenda que se contaban antes de irse a dormir para no tener pesadillas sobre su extinción. Pero ellos no querían darse cuenta. Preferían no pensar en que nadie los escuchaba realmente pues eso implicaba reconocer que Guillier y la izquierda mainstream no los necesitaban de modo alguno y que Piñera, experto en coquetear con ellos, ahora estaba en otra frecuencia, más preocupado de agradar a los pinochetistas borderline que al centro, esa especie de quimera.

Entonces, lo que queda es un partido hecho de gestos casi testimoniales, de declaraciones hechas de manotazos que tratan de alejar el olvido porque su larga historia (que ellos mismos se encargan de machacar para aferrarse a ella) ha terminado convertida en una telenovela triste, en algo que se ha extendido por tanto tiempo que sus actores han envejecido, confundido sus diálogos y olvidado hasta sus nombres.

Lo que pasa con la DC es algo que describía muy bien Cuando Alice se subió a la mesa, una novela de ciencia ficción de Jonathan Lethem. Relato paródico, ahí se contaba un triángulo amoroso entre el narrador (un investigador en humanidades más bien impresentable), su novia Alice (una científica) y Ausencia, una burbuja de vacío creada en un laboratorio que era una especie de agujero negro. El triángulo era sencillo. El narrador estaba enamorado de Alice y Alice estaba enamorada de Ausencia. Pero Ausencia despreciaba a Alice, se negaba a devorarla, pasaba de ella. Todo era extraño, pero también candoroso pues la sci-fi cedía a una comedia sexual ligera, en un relato sobre el deseo y el abandono del deseo. Por supuesto, no dejo de pensar en que la DC era Alice, esa mujer con el corazón roto que no entendía por qué era despreciada por el agujero negro, por esa Ausencia que bien podía ser el futuro o la historia de Chile; un futuro que la rechazaba mientras tragaba gatos vivos y chucherías y que la dejaba al borde de todo, mirando cómo el universo podía inventarse de nuevo una y otra vez, sin ella.

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