Por Evelyn Erlij / Periodista de cultura y política internacional Abril 7, 2017

Hurgar en la historia del cine es como pasearse por una casa de los espejos. El reflejo del pasado que devuelven las películas es deforme, torpe, a ratos ridículo y otras veces demasiado real. Si en los 50 las pantallas se llenaron de zombis de la estratosfera, esporas usurpadoras de cuerpos o monstruos de Marte, fue porque Hollywood transformó la idea de una invasión comunista en esas metáforas poco sutiles. Ejemplos hay un montón. Los filmes, por más estúpidos que parezcan algunos, nos enseñan más de lo que creemos. Y Stanley Kubrick, el director más cerebral de la industria, sabía que una película era más un ensayo potencial sobre la humanidad, que un ticket a la diversión total.

Se ha leído mucho sobre cómo en un capítulo de Los Simpson se anunció el triunfo de Donald Trump, pero se ha escrito poco sobre las veces en que el cine advirtió la catástrofe. En 2001: Odisea del espacio (1969), Kubrick se equivocó al imaginar el mundo del año 2001 —las respuestas torpes de Siri, la asistente virtual de los iPhones, es lo más cerca que estamos en 2017 de dialogar con la inteligencia artificial—, pero en su sátira Dr. Strangelove (1964), el cineasta acertó al predecir la llegada al poder de un hombre al que podría faltarle un tornillo.

A finales de los 50, la idea de que un loco desatara un holocausto nuclear lo obsesionó. Leyó más de 70 libros sobre la guerra atómica y devoró con compulsión las noticias de la época. La retórica apocalíptica erizaba los pelos: “Cada hombre, mujer o niño está viviendo bajo una espada de Damocles nuclear, que pende de hilos frágiles y que en cualquier momento pueden ser cortados por accidente, por error o por locura”, advirtió Kennedy en 1961. Esa “locura” desvelaba al director de Barry Lyndon.

"A finales de los 50, la idea de que un loco desatara un holocausto nuclear obsesionó a Kubrick”.

Dr. Strangelove, comedia negra protagonizada por Peter Sellers, cuenta la historia de Jack D. Ripper, un alto general que emite la orden de ejecutar un ataque nuclear contra la Unión Soviética. El militar sufre un delirio paranoico: cree que la fluoración del agua es una conspiración comunista para contaminar los “valiosos fluidos corporales” de los estadounidenses. Peor aún, esa sería la causa de su impotencia sexual. La guerra, para Kubrick, es un arranque absurdo de virilidad; es el fruto de una masculinidad dañada.

La figura de un poderoso narcisista, víctima de un miedo patológico a la contaminación —conocido como misofobia o germofobia— y obsesionado con su hombría, suena hoy familiar.

En marzo de 2016, en un debate entre los candidatos republicanos, se oyó a Trump defender sus dotes de macho cuando el senador Marco Rubio criticó el tamaño de sus manos. “Miren estas manos. ¿Les parecen chicas? (Rubio) se refirió a ellas como diciendo que si son chicas, algo más sería chico. Les garantizo que no hay problema con eso”, afirmó. El titular de CNN al día siguiente fue “ Trump defiende el tamaño de su pene”.

¿Pero cuánto de la locura que angustiaba a Kubrick hay en el presidente actual?

Otro flashback a la Guerra Fría: cuando en 1964 se peleaban la presidencia el demócrata Lyndon B. Johnson y el republicano Barry Goldwater —un belicista desatado que amaba la idea de la guerra atómica—, los editores de la revista Fact contactaron a miles de psiquiatras para preguntarles si Goldwater estaba en condiciones de ser presidente. 657 afirmaron que sí y 1.189 dijeron que no. “La presidencia no es una plataforma para probar la masculinidad de nadie”, dijo uno de ellos.

El republicano ganó una demanda contra el medio y, como resultado, la Asociación Americana de Psiquiatría creó la “regla Goldwater”, según la que se considera una falta ética que los psiquiatras opinen sobre figuras públicas. Pero todo cambió con Trump, cuando decenas de psicoterapeutas hablaron en la prensa sobre los supuestos problemas psiquiátricos del mandatario.

Algunos dijeron que “está mentalmente enfermo”, “que su temperamento lo incapacita para ser presidente”. Otros asociaron su desprecio por los inmigrantes a su reconocida misofobia, un terror a los gérmenes que se traduce en su aversión a dar la mano o a apretar botones en lugares públicos.

“Con su actitud de ‘perder o ganar’ heredada de los negocios, Trump podría hacer algo loco y crear una guerra”, dijo al diario The Independent Richard Barrons, uno de los militares más respetados del Reino Unido. Kubrick lo advirtió en 1964: “Es improbable, pero no imposible, que algún día tengamos un presidente psicopático o un presidente que sufra una crisis de nervios y lance una guerra. ¿Qué hubiera pasado si, en el clímax de la Crisis de los Misiles, algún garzón demente hubiera puesto LSD en el café de Kennedy o, al otro lado, en el vodka de Jrushchov?”, dijo en una entrevista.

¿Podría Trump lanzar un ataque nuclear delirante a lo Jack D. Ripper? Varios analistas han anticipado guerras contra China e Irán, y el misil lanzado por Corea del Norte hacia Japón en febrero pasado puso de nuevo el tema sobre la mesa. Trump, de hecho, ya anunció que busca aumentar y modernizar sus armas atómicas.

La imagen hiela la sangre: en cada desplazamiento que hace el presidente, un militar lo sigue junto a una maleta en la que están los códigos para desatar un ataque de destrucción masiva. Es un misterio si algún día Trump apretará el botón nuclear, pero no hay que olvidar su fobia a apretar botones. Suena a comedia negra a lo Kubrick: quizás los gérmenes terminen por salvar a la humanidad.

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