Por Alberto Fuguet / Escritor Abril 7, 2017

De un tiempo a esta parte he bajado mi voyerismo de Twitter, partiendo por eliminar muchas cuentas que seguía que me generaban más ruido interno que ventanas informativas. Menos es quizás más y eliminé unas ochocientas de un tirón. Algunos de los primeros expulsados fueron aquellos que retuitean otras cuentas de manera compulsiva. No he sido un gran participante de Twitter en el sentido que no debato ni lanzo comentarios (a veces lo uso como una suerte de herramienta de relaciones públicas), pero antes -lo reconozco- me gustaba mirar, seguir a algunos, pelar, exasperarme y sapear. Ya no.

Sin duda que existe una incontinencia en la red y mi mente no es capaz de procesar tanto. Mi disco duro a veces se llena. A veces siento que necesita de espacio extra hacia las cuatro de la tarde. Es clave botar información irrelevante (por divertida que sea) para dejar espacio libre para otras o, mejor, para uno mismo. Una de las cosas que he ido aprendiendo post boom de las RR.SS. es que pueden ser más una red (en el sentido de las redes de los pescadores; te atrapan, te enredan, no te dejan escapar) que una forma de sociabilizar. No me iré en contra de las redes, para nada. Y para qué. Menos aquí. En los tiempos de las noticias falsas, he optado por ir limpiándome o quizás protegiéndome. Las redes sociales, como las comidas grasas o lo gourmet, deben tomarse en dosis pequeñas. O es que quizás, sin querer, deseo saber menos. Capaz que eso sea. Desde hace tiempo que no tengo cable y cada vez disfruto de una manera casi retro de ver los noticiarios de la televisión abierta. Me he ido dando cuenta de que cada vez me parecen más necesarios y ordenados los programas periodísticos de las radios, sobre todo aquellos donde se conversa, debate, aparecen panelistas. Al parecer necesito de una prensa organizada que filtre por mí. Me atrajo, sin duda, la idea democrática de que todos opinaran y que nadie decidiera a priori por mí, y, por un tiempo, mi fuente de noticias fue Facebook, Twitter y hasta Instagram. Fui bombardeado y a veces me parecía más importante un gato saltarín que los saltos de Angela Merkel. No creo que este deseo de abstinencia digital sea una señal de antipatía generacional o un aviso de mi entrada derecha al resentimiento de la tercera edad; simplemente es limpieza mental y quizás no querer estar tan cerca de Trump, al que ya no sigo, pero no puedo resistir mirar sus Twitter y reírme, sorprenderme, asquearme. Si twitter es el medio favorito de Trump, y la red ha sido cooptada por la derecha más repelente y racista, quizás es hora de darles otra oportunidad a otros medios (como las revistas, por cierto).

Este semestre estoy enseñando la Generación beat y el otro día leímos en clase y discutimos ese vómito-sermón desgarrado que sale de una alma oscura y en pena que es Aullido, de Allen Ginsberg. Opté por detenerme en
el comienzo:

“Vi la mejores mentes de mi generación destruídas por la locura,

hambrientas histéricas desnudas”.

¿Cómo partiría ahora? Qué es lo que ha destrozado a esta generación. Mis alumnos son millennials, así que discutimos lo que los acosa a ellos. Intentamos reemplazar locura (Ginsberg se refería a la locura real, la que te lleva a manicomios y al suicidio o la lobotomía, exacerbada por los traumas de la posguerra y una sociedad castradora que negaba la diversidad) por otro concepto. Apareció diazepam, ansiedad, pornografía, expectativas, farándula, deudas, Tinder, Twitter e Instagram. Un chico me comentó: algunas de las mejores mentes de mi generación están adictas al nuevo aporte de Instagram: Story. Básicamente es la capacidad de contar y compartir historias o minipelículas, con sonido incluido. Capaz que los inventores de dispositivos se imaginaron la aparición de nuevos cineastas. Desde unos Tarkovski skaters a los Malick del celular, pasando por nuevos Woody Allen de los espacios urbanos. A veces aparecen o uno que otro se detiene a mirar el mundo, pero lo cierto es que, corriendo el riesgo de generalizar, el universo ancho y ajeno siempre termina en ellos mismos (chicos-selfies, presidentes-selfies). Estos despachos desde la intimidad son casi siempre avisos disfrazados (¿tantos embajadores de marca hay?; ¿o es que todos están adictos a los indelebles likes?) o histerias gatilladas por el alcohol transmitidas desde el centro de la noche o fascinantes ejercicios de narcisismo. Casi todos sí poseen un elemento común: son gritos de soledad, llamados eléctricos de atención, deseo de ser estrellas a pesar de ser extras; son, al final, quizás, aullidos digitales.

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