Por Andrea Lagos Marzo 3, 2017

—Creo que mi gran penitencia son los viajes. No me gustan. Es neurosis. Soy muy apegado al hábitat. Me gustaría sólo salir un día a comer una pizza, sin que nadie me reconociera —dijo a Televisa, Jorge Mario Bergoglio (80), el actual Papa argentino. No más lejos que a la pizzería de la esquina.

De seguro, ya no volverá a ocurrir lo de 1987 en Chile. Los papas  ya no anuncian sus viajes con dos años de antelación. Tampoco hacen 24 actividades públicas (y privadas) en 8 ciudades en sólo 6 días. La visita a Chile de Karol Wojtyla entre el 1 y el 6 de abril de 1987 operó como reloj.

Francisco no será un “Papa Peregrino”, como apodaron a Juan Pablo II, quien visitó 129 países durant 27 años de pontificado.

En 1987, el Papa Juan Pablo II aterrizó en un Chile dividido. Corría el año 14 de una dictadura que duró 17. Tres años antes, en 1984,  el líder DC opositor Patricio Aylwin había comenzado a reconocer la Constitución de 1981 impuesta por Pinochet en un plebiscito de dudosa legalidad. El Partido Comunista proclamó 1986 como “el año decisivo” para la caída de Augusto Pinochet. Un piquete del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR), el brazo armado del PC,  emboscó a la comitiva de Pinochet en el Cajón del Maipo para asesinarlo. El dictador resultó ileso. Como consecuencia, la represión del régimen se agudizó.

Un año más tarde, hubo signos de ablandamiento de una dictadura que el propio Pinochet apodó de dictablanda. Terminó el estado de sitio y el toque de queda, se reabrieron los registros electorales y finalizó el exilio.

En octubre de 1985, cuando el Vaticano anunció que el Papa Juan Pablo II visitaría Chile, la Iglesia chilena discutió su inconveniencia: podría aparecer como un respaldo del Vaticano a la dictadura. Una apuesta arriesgada la de Wojtyla. ¿Venir era darle la bendición al régimen?  Se sabía que era anticomunista. Fue obispo en Polonia bajo la órbita soviética, con los católicos perseguidos. Tuvo una postura durísima con los teólogos de la liberación. Lo conmovían los pobres, pero no que la Iglesia estuviera en manos del pueblo. Sistemáticamente nombró como obispos  a pastores conservadores, más cercanos al Evangelio que a la batalla por la justicia social. Era el Papa de la restauración y del retorno a la disciplina.

El régimen militar intentó apropiarse de la visita, que debía ser manejada por el episcopado chileno. Bernardino Piñera, el obispo presidente de la Comisión Nacional de la Visita, no quiso que fuera vista como oposición a Pinochet, pero debía mostrar independencia total.

Fueron 16 tensos meses de coordinación entre el Vaticano y el régimen militar. Pinochet quería que fuese la CNI, no Carabineros, la que se encargase de la seguridad papal. La consideraba más efectiva. La presión de su general director, Rodolfo Stange, pudo más.

En el encuentro con los pobladores de La Bandera (Santiago), además de ofrecerle al Papa té con pan amasado, ellos querían que usara la Biblia del asesinado sacerdote francés André Jarlan, fallecido en la población La Victoria con una bala que lo impactó durante una protesta nacional (1984). El Vaticano no estuvo de acuerdo, quería evitar más polémica. Al final, Juan Pablo II usó la Biblia en la eucaristía, pero  no dijo de quién era. La gente gritaba: “Es la Biblia del padre Jarlan”. Los vecinos montaron carteles en polaco para que los entendiera el Papa. “En Chile se tortura”, “En Chile desaparece gente”.

En un encuentro con más de 80 mil jóvenes en el Estadio Nacional, Juan Pablo II hizo una cruz en el suelo  para purificarlo, limpiando el lugar que en dictadura fue un sitio de prisión, tortura y muerte. En el público había de todo, desde militantes de izquierda que quemaban neumáticos  hasta universitarios católicos. Se falsificaron unas cinco mil entradas. Los ánimos estaban caldeados. El Cardenal Juan Francisco Fresno había preparado durante meses un discurso para esa noche, pero no apareció. No se podía exponer a Fresno, un pastor asociado al ala conservadora,  a una chifladera.

Esa noche de abril el Papa tuvo la candidez de interrogar a los jóvenes sobre la castidad y la abstinencia sexual antes del matrimonio.

—¿Renuncian al (ídolo del) sexo?

—Noooooooo —contestaron a coro en el Nacional.

El Papa, avergonzado, contrapreguntó:

—Cuando pido que renuncien al sexo, lo digo en cuanto éste se transforma en el enemigo que destruye al amor.

En la misa de beatificación de Sor Teresa de Los Andes en el Parque O´Higgins, un sector del público provocó protestas y disturbios y Carabineros usó lacrimógenas. Mientras Juan Pablo II hacia el llamado: “Chile tiene vocación de entendimiento, no de enfrentamiento”, en la elipse estaba el caos. La ceremonia fue suspendida largo rato, el Pontífice rezó con los ojos cerrados. “El amor es más fuerte”, fue su grito. Para los católicos, ese fue el mensaje que permitió la reconciliación de Chile.

Entre las negociaciones vaticanas estaba la condición que la visita papal a La Moneda sería privada y sin misa. Sin embargo, después de la audiencia privada con Pinochet, este hizo pasar al Papa a un salón lleno de gente. Había una gran cortina negra y Augusto Pinochet lo detuvo para enseñarle algo. La cortina se abrió y Juan Pablo II se encontró ante un balcón abierto que daba a la Plaza de la Constitución llena de gente.  Era lo que no quería el Papa: ser retratado con Pinochet y que esa imagen recorriera el mundo entero. En 2009, el cardenal italiano Roberto Tucci confesó: “Wojtyla era muy crítico con el dictador chileno y no quería aparecer junto a él”.

Eran las postrimerías del régimen militar, poco más de un año antes del plebiscito que derrotó a Pinochet. Desde entonces la duda es inevitable: ¿Fue el Papa la clave para la transición pacífica a la democracia?

No hay una respuesta clara. Sólo se sabe que la historia contada por los católicos no es la misma que la historia a secas.

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