Por Marisol García Marzo 24, 2017

A estas alturas, no revelamos gran cosa al decir que en el rocanrol late una poética particular, porque se sabe. La muerte de Chuck Berry, el pasado sábado en Missouri, sirve sin embargo para al menos reparar en cuáles son los rasgos de esta, y por qué en esa conformación el hombre de “Roll over Beethoven” califica, sí, de gran vate histórico.

Ya es tiempo de hacerlo, porque reconocerle su talento como escritor de versos quedó en deuda. No fueron sus letras las que llevaron a Berry a la celebridad, ni tampoco han sido lo más recordado en estos días de obituarios, tributos y tuiteos condolidos. Se entiende: tan impresionantes eran sus dedos sobre la guitarra y su rostro frente al micrófono que bastaba con eso, sin entrar en detalles. Ante su sonido y su técnica, sus piernas como de goma y su gestualidad pícara, la atención se entregaba hasta ya no querer detenerse en nada más. Que el rocanrol apela no al oído sino que al cuerpo es una verdad que la música de Chuck Berry volvió incuestionable.

Pero el héroe de los Beatles y los Rolling Stones fue también un grandísimo cronista, tan importante como para incluso considerar que son los personajes, conflictos y anhelos que él fijó en sus canciones los que se instalaron como arquetipos del cancionero pop de ahí en adelante.

Muchas imágenes que asociamos a la cultura juvenil, hoy por completo asentadas, no pensaban ni asomarse por la música popular antes de “Maybellene”, el primer single (y primer hit) que tuvo Chuck Berry, en 1955. Allí presentó lo de los autos (y sus marcas y modelos) como escudos de identidad urbana, integrados a relatos de acelere, riesgo y ansiedad erótica como impulsos regulares de vidas precarias. Nos relató en seguida romances de carretera sin apuro ni destino, la vida de chicos comunes a los que la guitarra eléctrica salva del tedio o la ignorancia de su entorno, noches de sábado encendidas por el cheque del pago y una pista de baile a completa disposición.

Siguieron luego historias de apariencia igualmente sencilla, pero interpretación social aguda, como el quiebre generacional expuesto en “You never can tell” o el naturalizado sesgo racista del que habla “Brown eyed handsome man”.

Chuck Berry escribió versos “que rodaban por la lengua, que acuchillaban, que cortaban”, en palabras de Roy Orbison, y no hay que entender con ello el elogio al cantor dispuesto a vociferar opiniones ni denuncias. Las suyas eran crónicas sociales, urdidas con extraordinario poder de síntesis, conciencia de clase y la dosis justa de sátira por un músico autodidacta que, al momento de grabar su primer disco ya venía de tres años en prisión (por robo) y otro montón de apretujes.

De su poética habla el propio Chuck Berry en una de las escenas de Hail! Hail! Rock ‘n’ Roll, el documental en el que célebres rockeros le rindieron honores por su cumpleaños sesenta, hace tres décadas. Mirando un álbum de fotos, el canadiense Robbie Robertson le comenta de pronto un recuerdo suyo de adolescencia: “Para mí había una distancia entre tu versión del rocanrol de la que hacían todos los demás. Las letras que usabas… eran… sofisticadas. No era be-bop-a-loo-la; eran versos que circulaban, que volaban. No eran de alguien que quisiera llegar al final de la canción, sino que escribía con cuidado cada línea”.

Su héroe le responde con inesperada precisión. Ha pensado antes sobre el asunto: “Eran letras que en realidad venían de la poesía. La poesía retrata una escena de la cual luego yo podía escribir una historia. Seguía con la música, o con un riff que me recordara una situación. Leía mucha poesía, very much so”.

La pregunta, entonces, no es tanto quién inventó el rocanrol —qué importa saberlo—, sino quién nos mostró por primera vez la idea de este. Lo precisa el ex Rolling Stones Bill Wyman en una columna reciente: “Chuck Berry inventó esa idea de rocanrol que con fundamentos de verdad, imaginación y base rítmica contiene secretos y promesas”.

Ha muerto, por eso, no sólo un rockero y guitarrista, sino también un conceptualizador. El más entretenido y salvaje de los teóricos. La cultura en la que vivimos no podrá desasirse ya de sus ideas.

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