Por Andrés Azócar, autor de Tompkins, el millonario verde Marzo 24, 2017

—¿La fundación fomentará la llegada de pobladores  israelitas para crear una república denominada Andin [sic]? —preguntaba en 1995 la comisión de Medio Ambiente de la Cámara de Diputados a Tompkins. En el peor año de su estadía en Chile, el Congreso andaba tras la pista del Plan Andinia, bautizado así por el escritor y diplomático filonazi Miguel Serrano, quien aseguraba que la segunda república de Israel se instalaba en la Patagonia. Para algunos diputados era importante saber si Tompkins era un adelantado de esa “misión”.

Después que esta semana se entregaran más de 400 mil hectáreas de la Tompkins Conservation al Estado chileno —los parques Pumalín, Patagonia y Melimoyu—, la inquisición de los parlamentarios chilenos de hace 22 años parece obra de los Monty Python.

Así fue el 1995 de Douglas Tompkins en Chile: una fuerte ofensiva en su contra desplegada por el gobierno de Eduardo Frei R.-T. La Armada declaraba a Pumalín como una zona estratégica, los empresarios pedían al Estado tomar medidas frente a la “ideología extrema” del ecologista, y la Iglesia apuntaba a la defensa del aborto que inspiraba a Tompkins a través de la “ecología profunda”. Ese año La Moneda y los empresarios se unieron para dar el peor golpe a Tompkins: frustrar su compra del parque Huinay —que dividía Pumalín en dos— y que, finalmente, terminó en manos de Endesa.

Dos décadas después, la despedida de Tompkins y la custodia de su legado por el Estado chileno deja atrás los miedos y traumas del país que recibió al fundador de Esprit. Chile entonces venía de un encierro de 17 años y  comenzaba a enfrentar la discusión medioambiental.

Para la élite, la oposición se convirtió en curiosidad y luego en atracción. Antes de su muerte, Tompkins no sólo había construido una buena relación con Sebastián Piñera, también se reunía a menudo con Bernardo Matte, había vendido uno de sus terrenos a un hijo de Juan Claro y otros a Nicolás Ibáñez. Incluso el ex CEO de D&S prestó su Cessna Caravan para que amigos de la familia Tompkins se trasladaran a Puerto Chacabuco, en donde fue enterrado. Ibáñez fue uno de los que hablaron en el cementerio del Parque Patagonia: “Doug nos enseñó a conocer Chile. A conocer estas tierras”, dijo. A fin de cuentas, Tompkins era un hombre de negocios. Con otra inspiración, pero un millonario. Algo que el empresariado chileno tardó en entender.

Los políticos fueron algo más rápidos en captar el fenómeno. Salvo  algunos rostros de la DC y la UDI, Tompkins dejó de ocupar un lugar central en la agenda de algunos partidos. La salida de Frei de La Moneda ayudó a calmar las aguas. Ni siquiera la larga batalla que dio el estadounidense contra HidroAysén hizo que el escenario de 1995 se repitiera.

El ecologista tuvo una muy buena relación con Ricardo Lagos y con Piñera. De hecho, parte de la familia Piñera Morel estuvo en el velatorio en Puerto Varas. Y, a pesar que en el primer gobierno de Michelle Bachelet las relaciones carecieron de dinamismo, durante el segundo se avanzó para que los parques llegaran a manos del Estado.

Desde 1995, Chile cambió y Tompkins es un mapa de ese cambio. Un país que se dividía frente a un extranjero sospechoso terminó rendido ante su legado casi sin disenso. El viento sopló en dirección de los ideales del ecologista: preservación, energías renovables, defensa de la belleza, vender al mundo algo más que astillas. Tompkins nunca dejó de ser controvertido: era un millonario testarudo. Pero si no lo hubiera sido, no es seguro que estaríamos mirando al sur con la misma simpatía.

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