Por Marisol García Marzo 17, 2017

Sucede, a veces, que un buen músico es también un buen entrevistado. No en el sentido de hacer circular infidencias, dictar frases bullantes ni entrar en la trampa de comparaciones provocadoras, pues aquello es más bien estar dispuesto a diseñarse como figura de impacto, en un juego por completo ajeno a su obra. Ángel Parra fue muchas cosas y desde muy temprano en su vida (los viajes a solas al extranjero los inició en la adolescencia, ya con años de instrucción musical en su equipaje); y en estos días se destacan las cuerdas artísticas, intelectuales y de gestión que pulsó en simultáneo como pocos, y que, no hay cómo negar, lo ubican entre los nombres relevantes de la cultura popular chilena del siglo XX.

Se le recuerda además, y con justicia, como un hombre encantador: mirada a los ojos, trato sin apuro, humor alérgico a solemnidades; a veces, un beso en la mano para jugar de galán.

Quienes lo conocimos como entrevistado, como entrevistado podemos ahora homenajearlo, por cuán excepcional fue siempre en el papel de tal. Las razones obvias de su estatura en la cultura chilena y sus vínculos familiares impedían que un encuentro con él se quedara en la convención de una charla con la que puramente promocionara un disco, concierto o libro, pero no era el desvarío nostálgico la opción a cambio. Ángel Parra parecía tomar la ocasión de una entrevista como una responsabilidad, consciente de que su relato no era sólo opinión, sino testimonio de la historia chilena reciente. Si esta le había permitido asomarse a varios hitos como testigo, quería rendirle a ese privilegio el debido trato de seriedad. Es una conciencia de legado que pocos músicos chilenos articulan. El único hijo hombre de Violeta Parra comprendió, sin solemnidad ni autorreferencia, esa complicidad suya con el devenir social de su tiempo.

Muchas de las cosas que él contaba no las podía contar ni escribir nadie más, y supo ser generoso con quien pudiera poner en circulación esos recuerdos en dirección de traspaso. Por ejemplo, su temprana disposición al viaje y la colaboración lo había cruzado desde la adolescencia con casi todos los más importantes cantores y autores latinoamericanos de su tiempo. En su caso, la cercanía con gente como Atahualpa Yupanqui, Alfredo Zitarrosa y Víctor Jara correspondía a etapas de intercambios de verdad relevantes en lo musical y lo afectivo, tal como los que en otros momentos tuvo con Pablo Neruda y Manuel Rojas, Vicente Larrea y Andrés Wood, Miguel Littin y Haydée Santamaría. Podía, por lo tanto, compartir impresiones sobre protagonistas de la cultura de su tiempo que superaban largamente la anécdota (y varias de las cuales están en Mi Nueva Canción Chilena, el libro de memorias que vino a presentar en enero, en su última visita a Santiago).

Revelaba así dinámicas de alianza propias de su época, llenas de peculiaridades y códigos que no hubiese habido cómo encontrar explicados en otro lugar. Pienso, por ejemplo, en su descripción del inicial hastío que le produjo encontrar a principios de los años sesenta en París un molde de canción latinoamericana servil al gusto europeo, y que junto a su hermana se propuso desafiar con el primer repertorio chileno que distinguió al magnífico dúo de Isabel y Ángel Parra.

O en la música nacida durante los seis meses de su detención en uno de los campos de prisioneros dispuestos por la dictadura en el Norte Grande, que en parte quedó registrada en una cinta clandestina de interpretación colectiva que más tarde se convirtió en Chacabuco, un disco emocionante y de talante único en la historia chilena.

Agudas observaciones suyas sobre asuntos como el funcionamiento de la Peña de los Parra (que largó en 1965 en la casa que hasta entonces compartía con su amigo Juan Capra), los recelos del Partido Comunista a las primeras canciones políticas de su madre (“las consideraban ‘excesivas’, imagínate”), la defensa convencida de su decisión de grabar junto a una banda de rock (Los Blops) y un cuequero “choro” (su tío Roberto Parra), o la insostenible carga de tristeza del cancionero chileno en el exilio eran reveladoras de pliegues en la Nueva Canción Chilena que escapaban al hito y la estadística, pero que resultan tan importantes como estos para comprenderla.

El empuje del canto popular no se ordena en una sucesión de datos para memorizar, sino en los impulsos, arrojos, cálculos y quiebres que le dan su cauce. Los periodistas de música sabemos que lo relevante en una investigación no es la trivia, sino precisamente todo aquello en torno a ella que no hay modo de medir.

Simplemente soy testigo de la historia y sensible a lo que ocurre es la canción,estos versos quedarán en un armario o algún día los entonará otra voz.

La estrofa de cierre de su canción “A mis amigos poetas” (1978) es la síntesis de esa misión que Ángel Parra se autoimpuso para traspasar un testimonio.

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