Por Vicente Undurraga Marzo 10, 2017

Tenía que escribir sobre la casa fantasma de Puerto Montt. Pensaba centrarme en el carabinero que declaró haber invocado al diablo y en la camotera de la que fue víctima. Según su esposa, “el bullying por las redes sociales ha sido incómodo, desagradable y triste. Le cuesta dormirse, tiene pesadillas. Cuando despierta, se persigna”.

El joven cabo procuró dar cuenta de un suceso inefable que tenía tomada no sólo a una comunidad, sino a los principales medios y telespectadores. Fuera de equivocar algunos verbos, como cualquiera podría hacerlo, fue bastante sensato. Dijo que tendía a no creer en lo paranormal, pero que en este caso los hechos lo habían descolocado. O sea, que el asunto le quedaba como poncho y que por hacer algo invocó al diablo (debería haberlo conjurado). Entonces vino el bullying. Nadie en cambio, por ejemplo, se burló así de Eliodoro Matte cuando explicó a los medios, con palabras mucho más espurias, la nada fantasmal alza concordada de precios del papel higiénico en que su empresa y la competencia incurrieron durante años.

Iba a escribir de lo de Puerto Montt, celebrar el ánimo festivo de la multitud reunida en las afueras y reír un poco con la tontera periodístico-matinal. Incluso pensaba hacer una lectura en clave: la casa embrujada es como la Concertación: surgió en el seno de la comunidad, congregó, despertó creencias y pulsiones dormidas, como caso insólito concitó incluso el interés internacional, pero languideció y al tiempo ya nadie creía en ella. En esa versión, el cabo podría representar a la derecha llegando a poner orden. Que, tal como en 1973, invocó al diablo. ¿Y qué hizo el diablo con el cabo? Lo acuchilló por la espalda, aunque en la historia real fue al revés: la derecha le hizo un judas al diablo. En fin. Algo se podía armar con ese delirio, así que seguí investigando.

Pensaba citar poetas (“Nada es bastante real para un fantasma”, escribió Enrique Lihn) y hablar de la compulsión chilena por juntarse a creer, y de eso como combustible para el ardid autoritario de los montajes, como el de la Virgen de Villa Alemana en los 80. Pero en el googleo se me apareció un fantasma de verdad. Tenía suspensores y nombre de monito animado: Henry Boys. ¿Lo estaba viendo, oía eso? Sí, salió en La Red. Un embutido de Jaime Guzmán, José Toribio Merino y la madre Angélica de EWTN emitiendo raras señales, como esos espíritus que invocaban los aristócratas chilenos de siglos pasados.

Cuando a Bolaño le preguntaron qué lo aburría, respondió que “el discurso vacío de la izquierda”, acotando que el de la derecha ya lo daba por sentado. Ese doble vacío es caldo de cultivo para fantasmas que más que susto dan risa. Está fácil epatar a la izquierda y embrujar a los nostálgicos del diablo. Parecido en su desplante retórico al fantasma de Pipiripao, aunque menos imprevisible que esa inolvidable sábana andante, este fantasma en suspensores dice cosas extrañas, trata a la diputada Vallejo de “Camilita” y no destiñe al lado de Trump: “En el aborto, la gente dice solucionemos el embarazo que es fruto de una violación. Entonces la solución son 15 o 10 nuevas violaciones, porque es el mismo procedimiento: se le introduce algo por la vagina a la mujer”. Así nomás. Y en todo ve al fantasma del marxismo recorriendo Chile: las marchas de mujeres, dijo, son “una fachada marxista”. Y de tanto oír sobre Marx recordé al otro, al gran Groucho Marx, que dejó una frase para la historia: “Si alguien parece un idiota, actúa como un idiota y habla como un idiota, no se engañe: es un idiota”.

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