Por Mauro Libertella, escritor argentino Marzo 31, 2017

Una nueva edición del Lollapalooza está desembarcando en Latinoamérica y las calles se han llenado de publicidades que anuncian el arribo de un nuevo contingente de bandas a nuestros países. La primera edición latina del festival, en 2011, fue algo así como la llegada de Colón: uno de los festivales más iconográficos de Estados Unidos -la fiesta que se inventó en 1991 la Generación X para ponerle seis horas de paréntesis al vacío existencial de la década- bajaba al sur profundo para conquistar tierras vírgenes. Como todo lo que se repite, el Lollapalooza luego se naturalizó y ya es parte del paisaje estable de los otoños sudamericanos.

Y, sin embargo, la persistencia de este festival parece sugerirnos un diagnóstico clínico sobre el estado del rock en el siglo XXI. Para decirlo sin vueltas: todo se ha convertido en un festival. Estamos asistiendo hace más de una década a la festivalización extrema de todas las experiencias culturales, y el caso del rock quizás sea el más absoluto, porque ahí la línea divisoria entre arte y mercado parece haberse disuelto para siempre. Como apuntó el ensayista argentino Pablo Schanton, “los festivales se fueron transformando en malls de bandas y en formas efectivas de viralizar marcas, al punto que nos obligan a llamar a los eventos por nombres de bebidas, teléfonos y chicles de menta”. Ese es el estado de las cosas. Es cierto que, desde la explosión de la piratería, la industria de la música popular tuvo que reinventarse para sobrevivir. Como los discos ya no se venden, sus directivos  juzgaron que la única salida posible era erigir grandes aglomeraciones de gente a las que se les pudiera sobreofertar. Así, se instaló exitosamente la idea de que para que un festival sea una gran “experiencia”, la oferta debe ser copiosa: más bandas, más merchandising, más comida, más entretenimientos, más distracciones. Sólo así se podrá vivir una noche inolvidable.

Pero ninguna disciplina artística está ajena a la festivalización del mundo. El cine es pionero en estas cuestiones; inventaron no sólo la idea de que cada ciudad tiene que tener su festival de cine a modo de marca urbana, sino que las películas tienen que viajar acompañadas por el director y los actores, como un padre que custodia a su hijo. El festival moderno exige poner el cuerpo, ese es su rasgo distintivo. La literatura, como sabemos, se plegó también a esta tendencia global y, como dijo Ricardo Piglia, “hoy viajan los escritores, pero no los libros”.

La diferencia con las artes plásticas, el cine o la literatura está en que el rock nació como un animal de dos cabezas: es al mismo tiempo un género musical y una cultura, entendida como una forma de vida. La historia de la cultura del rock quizás sea la historia de ese fracaso. Elvis, los Rolling Stones o Bob Dylan diagramaron en los sesenta una opción de vida alternativa, una vida que discurriera en un tiempo paralelo al del mundo del Estado y las instituciones. Es una utopía quizás infantil, pero tiene el encanto dorado de lo romántico. Pero a partir de entonces, el rock ha dado batalla para no bajar esas banderas iniciáticas y se diría, con amargura, que es una batalla siempre perdida. Los festivales actuales -con sus espacios para niños, con sus campañas de “concientización” ambiental, con sus puestos de comida orgánica- son la domesticación final de la cultura del rock. Garantizan una tarde esterilizada, aséptica: una velada amable con música de fondo.

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