Por Diego Zúñiga Febrero 17, 2017

La historia empieza así: “Llevo tomando antidepresivos, no sé, un año ya, y supongo que me siento bastante cualificado para explicar cómo son. Están bien, de verdad, pero están bien igual que, por ejemplo, estaría bien vivir en otro planeta que fuera cálido y cómodo y tuviera comida y agua fresca: no es un mal sitio para vivir, pero tampoco es la Tierra de toda la vida, obviamente. Yo ya hace casi un año que no estoy en la Tierra, porque en la Tierra las cosas no me iban bien. Me van un poco mejor en el sitio donde estoy ahora, en el planeta Trilafon, y supongo que es una buena noticia para todos los implicados”.

El planeta Trilafon es el lugar donde la depresión se puede controlar, donde el protagonista de esta historia —que tiene 21 años y que se intentó suicidar en la casa de sus padres— encuentra algo  parecido al consuelo o la resignación después de convivir, durante años, con una pena inexplicable, la sensación de tener en medio de la cara una herida enorme y profunda que no se puede curar.

El protagonista de esta historia se parece mucho a David Foster Wallace, pero no es David Foster Wallace, sino que es una creación de él, probablemente uno de los primeros personajes que imaginó detenidamente y que sería el protagonista de “El planeta Trilafon y su ubicación respecto a Lo Malo”, un cuento que publicó en Amherst Review, en 1984, cuando era un estudiante universitario brillante, pero deprimido.

De su existencia sólo nos enteramos hace un tiempo, cuando un alumno de Amherst encontró el relato en la revista de la universidad, un año después de que Foster Wallace se suicidara ese 12 de septiembre de 2008.

El próximo año se cumplirá una década de su muerte, pero Foster Wallace sigue siendo una pregunta que no hemos sido —ni seremos, probablemente— capaces de responder. Cada cierto tiempo se nos aparece y nos acordamos, entonces, de que era un escritor genial, un compañero de ruta silencioso, que a veces levantaba la cabeza y nos decía algo importante.

Hace unas semanas, sin ir más lejos, cuando nos despertamos temprano en la madrugada para ver jugar a Roger Federer y Rafael Nadal, en la final del Abierto de Australia, echamos de menos que Foster Wallace no pudiera ver ese partido alucinante y escribir, una vez más, sobre su deporte favorito. ¿Cómo habría sido esa crónica? ¿Hubiese publicado algo tan genial como cuando escribió que ver jugar a Roger Federer era una experiencia religiosa?

No vamos a poder responder esas preguntas, pero nos consolamos, entonces, leyendo una vez más esa crónica genial, o descubriendo aquel cuento primerizo que publicó en 1984 y que ahora podemos leerlo en castellano, porque llegó a librerías David Foster Wallace Portátil (Literatura Random House), una antología generosa de sus cuentos, ensayos y crónicas que abre, justamente, con este relato inédito. Un mapa borroso que muestra aquel planeta desquiciado que construyó Foster Wallace con sus libros. Un planeta llamado David Foster Wallace: la geografía impredecible de un lugar oscuro y entrañable, donde las señales de ruta están todas borradas, pero da lo mismo. Entramos a la obra de Foster Wallace —y esta antología funciona perfectamente como una muestra suculenta de su talento— y no volvemos indemnes de ese viaje. Revisamos sus cuentos, crónicas y ensayos, y la sensación es que Foster Wallace no sólo era el mejor escritor de su generación, sino que también un lector descomunal y generoso, atento a sus contemporáneos, curioso por la tradición, incansable por descubrir en otras lenguas aquellas voces que iban a convertirlo en un autor más complejo y único.

Uno de los mayores aciertos de esta antología —donde se convocó a varios escritores y fanáticos del norteamericano a escribir sobre su obra, como Rodrigo Fresán, Leila Guerriero, Alberto Fuguet y Andrés Calamaro, entre otros— es la inclusión de una serie de materiales inéditos que nos permiten acercarnos un poco más a esta mente fascinante y atormentada. Por ejemplo, los mails que le envió a su madre preguntándole una serie de dudas gramaticales; o el registro de los programas de cursos que daba en la universidad, donde recomendaba leer libros tan geniales y extraños como Lancha rápida, de Renata Adler, La pesca de la trucha en América, de Richard Brautigan y Personajes desesperados, de Paula Fox.

Quizá la genialidad de Foster Wallace radicaba, sobre todo, en aquel talento que tenía como lector. Pocos autores de su generación se obsesionaron tanto con el lenguaje como él. Pocos fueron capaces de plantarse frente a la tradición y robar de acá y de allá todo lo que se pudiera para encontrar una voz —admiraba a autores tan disímiles como Pynchon, Borges, Cortázar, Puig, Larkin, Ozick, Louise Glück, Kafka y Lorrie Moore—. Porque Foster Wallace empezó a escribir en un tiempo en que la literatura norteamericana se debatía entre el minimalismo —decía que Carver era un artista, pero detestaba a sus epígonos— y los escritores posmodernos —aquellos interesados en la metaliteratura y en una sintaxis más desbocada—, pero él fue capaz de transitar por ambos estilos sin ningún problema hasta encontrar el punto en el que su literatura —tan inteligente como emotiva— logró ser algo único: aquellas frases largas y sinuosas que le permitían describir el mundo que lo rodeaba.

Cuando tenía 30 años y ya era considerado un escritor deslumbrante, le preguntaron qué quería producir en los lectores con su literatura. “Quieres una respuesta sincera, ¿verdad?”, le dijo Foster Wallace al periodista y agregó: “Creo que lo que me gustaría que hiciera lo que escribo es que la gente se sintiera menos sola”.

En ese planeta llamado David Foster Wallace, la única certeza que uno tiene es que nunca nos vamos a sentir solos. Tristes, quizás, pero nunca solos.

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