Por Vicente Undurraga Febrero 24, 2017

Reflotó un rancio concepto nacional: invertidos. “Alguien que nace con cuerpo de hombre pero se siente como mujer. O una mujer que nace con vagina pero siente como hombre”. Así definió Alejandra Bravo (PRI) a los homosexuales. Para ella –más que vocera, voz profunda de la derecha– son invertidos. Trans, lesbianas, bi, gays: qué más da, todos invertidos.

Por eso su unión habría que bautizarla distinto, “homomonio o algo así”. Incorporarlos, pero como gueto. Gays, mujeres. Sentires, vaginas. Un enredo de conceptos nivel virutilla industrial tiene la presidenta del PRI. Y mucha fe en la etimología del matrimonio. Pero las etimologías están para entretenerse, no para orientarse en la realidad. Mejor podría aprovechar su racha neologística y proponer para su sector una ley de “matriMomio” que restituya el derecho a la pernada, el mayorazgo, la perpetuidad conyugal, la penalización de la sodomía y otros baluartes perdidos.

Un político trabaja con palabras. Las palabras tienen sentido. Si no es consciente de eso, mal podría ser parlamentario. Pero lo de Bravo, como antes lo de Van Rysselberghe o Carlos Larraín, parece más una incontinencia verbal de ideas comulgadas que una reflexión. Para ellos, los homosexuales son raritos. Seguro mientras decía algo tan cacofónico como “homoMonio” Bravo pensaba en alternativas tipo “gaytrimonio” o “lesbiboda”, por no decir “fletomonio”, “maricamonio”, “tortillerimonio”, “muerde-almohadasmonio” o “tía-solteramonio”.

Para el poeta argentino Néstor Perlongher, adelantado pensador de la homosexualidad, lo deseable era no sólo ampliar la normalidad, incorporando un territorio homosexual en la sociedad, sino subvertirla. La normalización de la homosexualidad, decía, arrima a la cotidianidad una figura convencional del gay y “arroja a los bordes a los excluidos de la fiesta”, por lo cual la alternativa “es hacer soltar todas las sexualidades: el gay, la loca, el chongo, el travesti, el taxiboy, la señora, el tío”. Que cada cual viva libremente “sus devenires”. Y la ley que resguarde esa libertad. Eso incluye que quien quiera casarse con alguien de su sexo lo haga mediante un contrato con las mismas disposiciones que el de una pareja hetero y que además se llame igual: y qué. ¿Tanto te importa? ¿Por qué no te callas?

Por lo demás, diría Perlongher, “¿de dónde viene esa infatigable preocupación por los culos –o las lenguas– ajenos?”.

La espontaneidad no siempre es un valor. Reaccionar a las espontáneas palabras de Bravo no implica que predomine la tontera-grave ni lo polite. Maricón, por ejemplo, significa tantas cosas. Puede haber un uso cariñoso, o al menos no discriminador en quien usa esa palabra, del mismo modo en que un amigo le dice a otro huevón sin connotaciones negativas. El contexto marca la pauta, no las etimologías. Y si bien a veces, en un país tan maldito, no queda otra que ser políticamente correcto, no puede serlo en todo momento. La risa a veces familiariza; aunque al principio parezca alejar el objeto al que se refiere, finalmente, puede que lo acerque. Cuando el Sernam sacó la campaña contra la violencia de género “Maricón es el que maltrata a una mujer” alguien la reversionó así: “Maricón es el que le pega a su pololo”. Cómo negar que tenía su gracia. Una mariconada no tiene que ver con la actividad amorosa o genital: es un abuso, una violencia, una deslealtad. Como la colusión, por ejemplo, o la obstrucción de derechos civiles, que es lo que procura el discurso de Bravo, menospreciativo, reaccionario, vanrysselbergheresco.

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