Por Andrea Lagos A. Febrero 24, 2017

Iñaki Urdangarin fue un yerno que llenó el gusto de la reina Sofía de Grecia, pese a que no provenía de la nobleza. No era más que un deportista. Sin embargo, el que su hija menor –la más independiente e inquieta– lo hubiese elegido la dejaba tranquila. Era un rubio –de 1.90 mt–, guapísimo, chispeante y catalán, cosa útil para asegurar la unidad de España ante una Cataluña separatista.

Deportista, pero no cualquiera. Era la estrella del equipo de balonmano del Barça y, en 1996, acababa de ganar, con la selección española, la medalla de bronce en las Olimpíadas de Atlanta.

Cristina, entonces de 31 años, la más agraciada de las infantas –hijas del rey Juan Carlos–,  debía casarse. Ya era una treintona.

Al rubio atlético se lo topó en un pequeño restorán donde el equipo de balonmano celebraba.  Ese día cayó rendida y lo invitó a la primera cita.

Se obsesionó con Iñaki. Él también se enamoró, pero estaba más impresionado con ser parte de la familia real. Al año siguiente, se casaron en la catedral de Barcelona.

El rubio tuvo que dejar el balonmano y asumir responsabilidades reales. Cristina lo empujó a cursar un MBA en Esade, la universidad jesuita. Urdangarin– contra la opinión de la casa real– se dedicó a los negocios. Y allí vino su perdición.

Era ya duque de Palma  y  creó sociedades, entre ellas el Instituto Nóos (2003), una ONG sin fines de lucro. Utilizó sus vínculos familiares para obtener dinero de políticos y de la administración pública. Le pagaban por servicios no prestados o le sobrepagaban por trabajos menores. Eludió impuestos, falseó documentos oficiales, estafó y defraudó a la Hacienda.

Lo que hizo sonar las alarmas fue la casa de 6,4 millones de dólares que la pareja compró en el exclusivo barrio Pedralbés de Barcelona. El estipendio que recibían como miembros de la realeza, más el sueldo de Cristina, y los aparentemente discretos ingresos en los negocios de Iñaki; no daban para financiar esa vida.  Se sospechó de enriquecimiento ilícito.

En la Zarzuela encargaron a un conde asesor la investigación sobre el duque.  Olía a podrido y le ordenaron abandonar sus negocios  y marcharse a Washington, EE.UU., con Cristina y los cuatro hijos (2009). En el autoexilio dorado americano Urdangarin fue consejero de Telefónica.

La infanta añoraba España.  Retornaría pronto, pero acompañada de la desgracia.

El entonces príncipe Felipe –su hermano- se enteró que, el 30 de diciembre del 2011, su cuñado sería imputado por prácticas delictivas. Una semana antes, en Navidad, lo apartó públicamente de los actos de la Casa Real por su comportamiento “poco ejemplar”.

En España los hijos padecieron bullying en el colegio. Les rayaron “ladrones” en el muro de la casa.

Circularon mails privados del duque con pruebas de affaires con distintas mujeres.

El rey Juan Carlos anticipó el desastre para la Corona. Soñó con que su hija tomara la decisión de separarse. Cristina ni lo pensó y tampoco renunció a sus derechos dinásticos. Jamás estuvo dispuesta. Dijo que ni ella ni su marido eran culpables.

En junio de 2014, Juan Carlos abdicó. La caída en su popularidad también tuvo que ver con el escándalo del yerno. Apenas Felipe VI fue coronado, Cristina dejó de ser miembro de la familia real y se la despojó del título de duquesa de Palma (junto al marido). Jamás se volvieron a hablar con el hermano. Ella, incluso, fue imputada por la fiscalía por su posible conocimiento de algunos delitos del marido.

Cristina y su familia debieron mudarse a Ginebra.

Aun luego de 6 años y medio de cárcel que le dieron a Iñaki por 25 delitos, ella cree en él. Está enamorada, lo que indigna a su hermano, el rey. Es la “historia de una obsesión” que ni sus cercanos logran comprender.

Relacionados