Por Diego Zúñiga Febrero 10, 2017

En ese entonces, no había dudas sobre el destino del joven John O’Hara. Hijo del mejor cirujano de Pottsville, Pensilvania, todo indicaba que seguiría los pasos de su padre, ese exitoso médico irlandés que se había hecho un nombre —y una riqueza— a fuerza de voluntad y, claro, de mucho trabajo. Pero la historia de John O’Hara nunca iba a ser predecible: la noche antes de graduarse del Niagara Preparatory School y emprender rumbo hacia la prestigiosa Universidad de Yale, O’Hara se emborrachó tanto que lo pillaron entrando a su habitación por la ventana, de madrugada, y vestido con la ropa de graduación llena de barro.

Lo expulsaron, por supuesto. Nunca pudo entrar a Yale, y eso lo iba a marcar. Como un mito de origen, como una cicatriz incómoda y vistosa, O’Hara conviviría con aquel fracaso hasta su muerte.

Ante la imposibilidad de entrar a Yale, su padre lo obligó a buscar trabajo, a dejar la comodidad que le otorgaba su familia llena de privilegios, y hacerse un camino en la vida. Ese joven John O’Hara practicó todos los oficios que pueden imaginar: cartero, anotador de lecturas de consumo de gas, guardia en un parque de atracciones, encargado de una farmacia, peón en una estación de ferrocarriles, camarero en un trasatlántico, nochero en un hotel y un largo y variado etcétera, hasta que su padre, en un gesto de compasión y generosidad, le consiguió un puesto como redactor de un diario en Pottsville. Pocos meses después, ya en 1925, ese padre exitoso iba a morir, dejando una herencia insuficiente y una familia en la ruina.

Sin más opciones, John O’Hara se aferraría a la escritura. Y ese camino se volvería más definitivo cuando el 5 de mayo de 1928 le publicaron su primer cuento en la prestigiosa New Yorker, marcando el inicio de una relación larga y compleja, donde O’Hara ostentaría el récord de ser el escritor que más cuentos ha publicado en la revista: doscientos setenta y cuatro. El dato podría ser irrelevante si es que no estamos conscientes de que New Yorker marcó, en muchos sentidos, la forma en que se iban a escribir cuentos en Norteamérica. Forma que viene de Ernest Hemingway y Francis Scott Fitzgerald, indudablemente, pero que O’Hara terminó por delinear —y que iba a influir a escritores como Salinger, Cheever, Capote, Richard Yates y Raymond Carver—: relatos contenidos, elípticos, donde muchas veces la historia es guiada por los diálogos y en los que el final parece no cerrar nada, sino más bien dejar dudas en el lector, que se quedará pensando una y otra vez en esa historia que acaba de leer. Relatos, principalmente, sobre la clase media norteamericana: sus dramas, sus secretos, sus anhelos.

En ese panorama, el aporte de John O’Hara es fundamental, pero no lo sabíamos. Sus cuentos no se habían traducido al castellano y sólo habíamos tenido acceso a algunas de sus novelas, publicadas en los 70 en colecciones de best sellers. Descubrimos que era un escritor impresionante cuando Lumen publicó Cita en Samarra —una novela brutal sobre un tipo que un día tiene la mala suerte de tirarle un trago encima al hombre equivocado, lo que desata una catástrofe— y ahora, que acaba de llegar La chica de California y otros relatos (Contra), una antología de sus relatos, podemos decir que sí, que John O’Hara es un cuentista extraordinario y tan importante como Fitzgerald y Hemingway, sus compañeros de generación.

En los cuentos de O’Hara está la dureza estilística de Hemingway y la obsesión por el mundo de la clase alta que tenía Fitzgerald, pero con una pequeña diferencia: sus protagonistas están plenamente conscientes de su estrato social, de su origen, y desde ahí se vinculan con el mundo. Hay mucho resentimiento en estos cuentos, hay rabia y descontrol y sexo y litros y litros de alcohol. Hay actores famosos, hay nuevos ricos, hay personajes que quieren ser siempre otra cosa, pero que no puede avanzar, porque no es posible borrar el pasado ni el lugar de donde venimos.

O’Hara publicaría novelas, cuentos, obras de teatro, trabajaría en Hollywood, se despacharía un par de best sellers, lograría fama y dinero, se perdería en el alcohol y se volvería un personaje insoportable, lo que iba a terminar jugándole en contra. Pero él ya no está —murió en 1970— y el tiempo empieza a funcionar como ese crítico implacable que es: el año pasado la prestigiosa Library of America publicó una antología generosa de sus relatos y entonces O’Hara ha comenzado a encontrar esos lectores que siempre mereció. Si en 2016 quedamos deslumbrados por los cuentos de Lucia Berlin, que este sea el año de John O’Hara y sus cuentos llenos de resentimiento y de humanidad.

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