Por Diego Zuñiga Febrero 24, 2017

Ocurrió hace casi veinte años, en marzo de 1998, en la ceremonia de los Premios Oscar, cuando la película favorita para llevarse todos los premios era Titanic. En ese mundo lacrimógeno y edulcorado de pronto algo pareció salirse de libreto.

Imagen La LalandArriba del escenario, un veinteañero con una guitarra, vestido impecablemente de blanco, interpreta uno de los temas más tristes que se hayan cantado en alguna ceremonia de los Oscar. Nadie sabe muy bien qué hace ahí, nadie sabe muy bien quién es, pero Elliott Smith interpreta “Miss Misery” —tema central de Good Will Hunting, de Gus Van Sant— y en el Shrine Auditorium de Los Ángeles el público, los actores, los cineastas, las estrellas, lo escuchan en completo silencio. Es una escena incomprensible: Elliott Smith es un pequeño secreto en ese entonces, y está ahí porque su canción compite contra la empalagosa “My Heart Will Go On”, interpretada por Céline Dion.

Era imposible que le ganara al tema central de Titanic, por supuesto, pero ese día el escenario de los Premios Oscar, por unos minutos, se transformó en un lugar impredecible, donde un cantante tan extraordinario como desconocido podía dejar en silencio a un teatro completo simplemente con su guitarra.

Después de aquella presentación, Elliott Smith firmaría un contrato con DreamWorks Records —la discográfica independiente más importante del mundo— y su nombre se haría algo más habitual para el mundo. Esas canciones tristes y hermosas y secretas sonarían en más lugares, pero no por mucho más tiempo: en octubre de 2003 fallecería producto de una puñalada en el pecho que, aparentemente, él mismo se dio.

Pero quedaría esa imagen extraña de él arriba del escenario de los Premios Oscar, como si fuera una pequeña falla del sistema, una fisura inexplicable que de vez en cuando se vuelve a repetir en una ceremonia que se ha vuelto cada vez más predecible.

Y este fin de semana, cuando se celebre una nueva versión de los Premios Oscar, la historia no será muy distinta. Que una película tan inofensiva y olvidable como La La Land tenga 14 nominaciones habla, sin duda, del estado de la cosas, de una industria que disfruta filmarse una y otra vez, y que es cada vez más Manchester-By-.jpgconservadora en términos políticos y estéticos. No hay nada nuevo en esto, por supuesto; el problema es que cada vez existen menos espacios para aquellas fisuras que le dan un valor realmente inesperado al premio. La categoría Mejor Película Extranjera, por ejemplo, sigue siendo una de las más arriesgadas, donde no han tenido problemas en premiar películas como El hijo de Saúl, de László Nemes, o Amour, de Haneke, o nominar este año a la desconcertante Toni Erdmann; filmes que rompen, en algún sentido, con la manera de contar historias que ha impuesto Hollywood. Porque al final de eso se trata esto también: de cómo la Academia nos ha hecho creer que sólo hay una forma de filmar, una forma de armar un relato. Cualquier película que busque salirse de aquel molde parece no tener cabida en estos premios. A veces, sin embargo, como hemos dicho, el sistema falla y de pronto aparece nominada alguna película que no encaja completamente con esa forma líneal de contar una historia. Ahí está la conmovedora Moonlight o Manchester by the Sea, con un Casey Affleck brutal, o Isabelle Huppert nominada a Mejor Actriz por su protagónico en Elle, un papel tan incómodo como inolvidable. O la merecida nominación a Denis Villeneuve con La llegada, una película que por obedecer ciertos criterios hollywoodenses —todo se tiene que explicar siempre con algún drama familiar— no se convierte en una de las mejores y más extrañas películas de extraterrestres que se han filmado en los últimos años. De todas formas, Villeneuve sigue siendo un director valioso —sobre todo por algunas de sus primeras películas, como Incendies, nominada a Mejor Película Extranjera en 2011—, por lo que se puede esperar algo nuevo de él.

Y no hay mucho más, la verdad. Pero quizá está bien. Lo mejor, a estas alturas, es mirar aquello que se quedó abajo de las nominaciones, pues el mundo allá afuera, lejos de la Academia, parece ser más sorpendente. Esperar, por ejemplo, el estreno de Silencio, de Scorsese, o exigir encarecidamente que estrenen en salas Paterson, de Jim Jarmusch.

¿Cómo se filma uno de los libros de poesía más importantes del siglo XX? ¿Cómo se filma la historia de un conductor de buses que escribe poemas y cuya vida parece ser tan aburrida como irrelevante? ¿Cómo se hace con esa historia sin épica una película tan conmovedora y deslumbrante como Paterson? Porque el último filme de Jarmusch es eso simplemente: la vida de un hombre durante una semana, sin estridencias, sin grandes giros dramáticos. La vida de ese hombre: levantarse, ir al trabajo, escribir algún poema, compartir con su mujer; no mucho más, no mucho menos. Pero lo que consigue Jarmusch al filmar esa cotidianidad es algo que ninguna de las películas que están nominadas al Oscar logra: enseñarnos que la vida se puede contar de una manera tan simple como inesperada.

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