Por Andrea Lagos. Académica Periodismo UDP Enero 6, 2017

Desde el 9 de noviembre, día de la derrota presidencial de Hillary Clinton ante el republicano Donald Trump, un fantasma recorre Washington DC.

Hace exactamente 8 años, en la mañana del día 20 de enero del 2008, había varios grados Celsius bajo cero. En la explanada frente al Capitolio se celebraba el cambio de mando del presidente George W. Bush a Barack Obama. Esa mañana, los republicanos entregaban el poder. No estaban alegres, pero respetaban al triunfador. Los presidentes extranjeros presentes, representantes de gobiernos y diplomáticos, estaban semicongelados e inmóviles. Habían sido citados varias horas antes a sentarse en la zona VIP. El cambio de mando en EE.UU. se celebra al aire libre en el mes más helado del invierno boreal. Pero el público, incluso el “importante”, se pellizcaba. Eran testigos de un instante histórico. Un presidente negro llegaba a dirigir a la nación más poderosa del mundo. Hacía poco más de 50 años que Rosa Parks se había convertido en ícono del movimiento por los derechos civiles al rechazar moverse a la parte trasera del autobús para ceder su asiento a un blanco, como dictaba la ley en el sur de EE.UU. (Alabama).

“The Mall”, el espacio monumental que cobija los grandes monumentos y museos de la capital (y del país), estaba atestado. Tampoco parecía sentir frío ese más de millón de fanáticos de la “obamanía”.

Sin ser un mandato carente de crisis, los ocho años de los Obama en la Casa Blanca tuvieron un sello. Jamás se filtró algún escandalillo familiar. La pareja presidencial, Barack y Michelle, terminó con la hoja de antecedentes en blanco. Las dos hijas, Malia (19) y Sasha (16), que vivieron con padre presidente desde los 11 y los 8 años, respectivamente, nunca fueron fotografiadas consumiendo alcohol ni marihuana. Tampoco se escuchó de amantes o infidelidades en la pareja presidencial. Ni de cerca hubo alguna audiencia por impugnación al presidente.

Las dos niñas iban a un colegio privado, Sidwell Friends, uno de los dos mejores de la capital. El Servicio Secreto las protegía disimuladamente, a petición de sus padres. En WDC, Barack Obama y su mujer iban a ver jugar fútbol a Malia los sábados a las 8 de la mañana. La misma Malia tiene Facebook, Instagram y Snapchat, va a fiestas, invita a jugar bowling a la Casa Blanca a sus compañeros de curso, y pololea. Es una adolescente como todas.

Michelle, que fue una exitosa abogada, jamás pretendió —como Hillary cuando su marido Bill Clinton fue presidente— ser un agente político de cambio. Inteligente, fue bendecida por poseer habilidades blandas. Jamás se ubicó bajo su marido, pero estuvo a su lado y fue reconocida por su dulzura, femineidad, fortaleza y activismo en pro de la comida sana y de otras causas. Incluso plantó un huerto orgánico en el sector del jardín del ala oeste donde antes Nancy Reagan mantuvo una exhibición de rosas rojas.

Michelle impuso la moda de vestirse en el día a día con ropa de tiendas del retail como J Crew o Talbots, entre otras. La alta costura la dejó para ocasiones oficiales. En esto fue un agente de cambio. Fueron este tipo de gestos y símbolos los que se idearon para acercar la pareja presidencial al americano de a pie.

La primera dama solía llevar a nadar a su hija Sasha a la piscina de The American University, la menos exclusiva de ese barrio “blanco”. En lugar de enviar al conductor y al Servicio Secreto con la hija, bajaba a la piscina temperada a mirar a Sacha, en un ambiente de insoportable calor y humedad. Sasha no tenía entrenador privado, estaba en el modesto equipo de natación del barrio.

Barack Obama no fue capaz de terminar con la prisión de Guantámano (Cuba), su limitado plan de salud pública, el “Obamacare”, ha sido criticado por moros y cristianos por dejar desamparadas a las clases medias. Pero termina su mandato con cifras de popularidad que en el mes de octubre eran de un 55% (encuesta CNN/ORC), mientras que George W Bush (2008) se fue con un 27% de adhesión. Estas cifras de apoyo han subido como la espuma —según los analistas— también por el contraste entre un presidente como Barack Obama y otro como Donald Trump. No todo es mérito del actual mandatario.

La popularidad del presidente que asume en marzo frente al Capitolio es del 46%. Obama llegó al poder con más del 70%.

El 19 de enero miles de universitarias estarán tomando trenes y aviones para llegar a la transmisión del mando y, al día siguiente, caminarán en la gran “Women’s March” en protesta al nuevo presidente al que consideran sexista y misógino. Lo mismo harán otros grupos minoritarios como los latinos y los inmigrante árabes. Los acompañarán estadounidenses que detestan el liderazgo, los valores y las propuestas del millonario dueño de edificios y casinos.

Por muy adorable que es ver en televisión la última entrevista de la pareja presidencial, tomados de la mano en todo momento (People /PEN), lo cierto es que Obama no fue capaz de traspasar su gran popularidad a la débil candidata demócrata Hillary Clinton para que lo sucediera. Y eso fue su gran derrota.

Hasta el 19 de enero, aún un fantasma recorrerá WDC. Un día después, con Donald Trump en el pináculo, los temores y esperanzas del pueblo estadounidense comenzarán a concretarse. Ya no serán sólo fantasmas.

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