Por Evelyn Erlij Enero 13, 2017

En ruso lo llaman Leninopad; en español, “la caída de Lenin”. La práctica consiste en echar abajo estatuas del padre de la Revolución de Octubre y denostar el pasado comunista. En los ex países satélites soviéticos, en particular en Ucrania, derribar es casi un deporte. Incluso existen páginas web dedicadas a fotos de figuras de Lenin destruidas. En Rusia, donde existen aún unas 7 mil efigies del líder revolucionario, también se han producido actos vandálicos. Sin embargo, no es habitual este sacrilegio al hombre que, durante 70 años, fue objeto de culto. Esa especie de ícono religioso se ha convertido en una figura incómoda en la Rusia de Putin. La mejor prueba es que no hay indicios de que se vaya a conmemorar el centenario de la revolución.

Si para los ucranianos la desovietización de las ciudades es vista como un gesto antirruso. La calle Lenin en el pueblo Kalyny se llama hoy John Lennon y una estatua del líder comunista en Odesa es ahora Darth Vader. Para los rusos, sin embargo, las huellas del pasado siguen teniendo una interpretación ambigua y compleja. Sobre todo en tiempos de Vladimir Putin, el presidente que ha construido su autoridad en base a los conceptos de orden y unidad nacional. Él sabe que festejar la revuelta popular más célebre del mundo puede ser un mensaje peligroso para la disidencia.

El tema ha llenado páginas en medios de Francia y Reino Unido, pero cuando en Occidente se editan libros y organizan coloquios sobre la revolución, en Rusia el Kremlin está en silencio. Se planean conferencias de historiadores oficialistas, pero no habrá desfiles, fuegos artificiales, ni ceremonias. Tampoco existe una narrativa oficial sobre cómo recordar el hito. El diario The Guardian resume el conflicto de los rusos anotando que, mientras los últimos zares fueron transformados en santos por la Iglesia Ortodoxa, en Moscú existe una estación del metro con el nombre de Pyotr Voikov, el hombre que organizó la ejecución de Nicolás II y de la familia imperial.

Otra manera de entender las paradojas históricas de Rusia es mirar las estadísticas: de acuerdo a una encuesta de radio Eco de Moscú, un 53% de los rusos no apoya la rebelión de febrero que gatilló el proceso revolucionario. No obstante, otro análisis del centro de estudios sociológicos Levada dice que un 53% de la población tiene una visión positiva de Lenin.

En enero de 2016, el presidente ruso no tuvo reparos en decir que Lenin puso una “bomba de tiempo” en las bases del Estado. La reinterpretación del pasado ha sido uno de los sellos de su administración. Recuperó el himno nacional soviético y, hace poco, anunció la creación de una “Fundación para la Historia de la Patria”, con el fin de “popularizar y salvaguardar” la herencia del pasado.

“Mientras las manifestaciones se inclinen hacia la museificación, no hay problema. Lo que Putin quiere evitar es un movimiento popular”, explica en Le Nouvel Observateur Alexandre Sumpf, experto en Rusia.
“2017 marcará los cien años de las revoluciones de Febrero y Octubre. Recordemos que somos un pueblo único, unido, y que tenemos una sola Rusia”, dijo en diciembre el líder del gobierno. Esto fue meses después de acusar a Lenin de labrar el fin de la URSS al promover la igualdad de las repúblicas que la integraban. Mientras Putin vela por la cohesión nacional desde el Kremlin, a pocos pasos de ahí, en la Plaza Roja, el cuerpo embalsamado de Lenin sigue recordando el pasado. ¿Conmemorar u olvidar? En octubre se verá si Putin recordará o jugará, simbólicamente, al Leninopad.

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