Por Gonzalo Bustamante K. Profesor Escuela de Gobierno, UAI Enero 6, 2017

Ha resucitado un actor que desafía a la globalización, el “pueblo”. Aquella figura mítica a la que se le adjudican acciones colectivas: para validar todo tipo de liderazgos, sistemas, para derrocar gobiernos; legitimar sublevaciones y revoluciones. Aquella identidad de la que Tocqueville indicase respecto de la democracia americana: “Reina sobre el mundo político como Dios sobre el universo: es inicio y fin de cualquier cosa”. Hobbes, uno de los primeros teóricos del estado moderno, indicará que toda forma de gobierno, incluida la monarquía, tenía un origen democrático, precisa, donde la mayoría decide sin exclusión.

¿Por qué sería un problema para la globalización? Así, ha buscado legitimarse por medio de su naturalización respecto de su origen y forma: la idea de que era un fenómeno natural e irreversible. Así como al invierno le sigue la primavera, se pretendió que con la caída del Muro de Berlín se pasaría a la inevitable expansión del modelo de la democracia liberal. Es la ideología del globalismo. En él, son los procesos, los sistemas y la lógica que los acompaña lo relevante. La abstracción de la ley, la dadora de legitimidad. El pueblo, como tal, no existe, no es parte de sus supuestos, es un excluido.

Por eso, globalismo y pueblo se presentan como antitéticos. En un libro que me ha tocado editar junto al cientista político Diego Sazo (Democracia y Poder Constituyente, Fondo de Cultura Económica) aparecen contribuciones de destacadas figuras del mundo académico nacional e internacional, se pueden encontrar ciertas luces sobre la naturaleza del debate y su relevancia. Por ejemplo, en el tan pregonado resurgimiento del populismo, tanto de derecha como de izquierda, donde, evidentemente, las diferencias ideológicas son muy significativas, uno encuentra el factor común de la apelación al “pueblo” como lo opuesto al establishment político-financiero global. Tanto en el brexit como el plebiscito que derrotó a Renzi en Italia muestran un problema creciente de la Unión Europea al reducir su razón de ser a la lógica de la austeridad económica. La ausencia de un “pueblo europeo” al cual convocar ha permitido el resurgimiento de las identidades nacionales, esas que, al final del día, la burocracia de Bruselas, Schengen o el Banco Central Europeo, no han podido borrar.

¿Cuál es la importancia para nuestro país de esta discusión? El debate sobre una nueva Constitución (asamblea constituyente o no, etc.) posee causas internas que dicen relación con su origen en dictadura y el papel de la misma Carta Fundamental como instrumento para mantener un sistema determinado. Pero también externas a su génesis, nuevas sensibilidades que tienen como patrón común un rescate del pueblo no sólo como agente político, también como persona colectiva de derechos. Convergerían para reconocer, como legítimo o no, un orden político. No bastaría el procedimiento democrático-liberal de ser electo por una mayoría. Si, como dice Aristóteles, la democracia es el gobierno de la parte del pueblo (demos) que es pobre, en ese caso, una política socioeconómica que genere desigualdad sería antidemocrática.

Quienes creen que en la próxima elección presidencial y parlamentaria estos temas no reaparecerán, se equivocan. Temas como el pueblo dándose una Constitución versus la elite política seguirán ahí, son parte de una tendencia, paradójicamente, global.

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