Por Diego Zúñiga Enero 20, 2017

Enrique Lihn escribió “Huacho y Pochocha” a inicios de la década del 60, cuando nuestra narrativa seguía debatiéndose sobre qué hacer con el realismo; nuestros narradores buscaban, en ese entonces, cómo abandonar una idea de representación tan conservadora que existía aún en muchos de ellos, a pesar de que González Vera, María Luisa Bombal y Manuel Rojas ya habían publicado algunas obras que abrían caminos y daban soluciones a estos cuestionamientos. Es en ese contexto en que un joven Lihn escribe este cuento —uno de los más hermosos que ha dado la literatura chilena— donde se reconstruye una historia de amor entre dos personajes anónimos, y que tiene un comienzo tan delicado como perfecto y contundente, pues nos basta leer esas primeras líneas para entender que en ellas está contenida toda una poética, las señales de ruta de aquel viaje que emprenderá Lihn cuando se decida a escribir narrativa: “De la historia de amor de Huacho y Pochocha subsisten las huellas conmovedoras que me fuerzan, periódicamente, a aventurarme en una empresa imposible: reconstituirla”.

Esa empresa imposible —reconstituir esa historia de amor de la que no sabe absolutamente nada— es lo que hará Lihn una y otra vez, no sólo en sus cuentos y novelas, sino también en sus poemas, pues esa empresa imposible significa llevar la palabra hasta sus límites, hacer que aquello que leemos sea una experiencia irrepetible. En ese relato está contenida una declaración de principios intransable: escribir contra el realismo ramplón, contra la idea de que se escriben novelas y cuentos simplemente para “contar historias”, contra aquel conservadurismo que muchas veces ha imperado en nuestra narrativa.

Por suerte, Lihn reaparece cada cierto tiempo y nos recuerda que hay otros caminos, otras posibilidades. Ahora lo hace con estos Cuentos reunidos (Ediciones UDP) que nos permiten, por fin, tener acceso a sus relatos, que estaban desde hace años fuera de circulación. Son doce cuentos, provenientes de Agua de arroz (1964) y La República Independiente de Miranda (1989), recopilados en este volumen que cuenta con un prólogo muy certero del periodista Roberto Careaga, donde contextualiza la narrativa breve de Lihn dentro de su obra, en la que se paseó con tanto talento por los distintos géneros. Esa libertad, de hecho, también está aplicada a los mismos relatos, alejados de cualquier idea más o menos preconcebida que se pueda tener de lo que es —o debe ser— un cuento: acá no hay un deseo profundo por construir tramas con giros inesperados o por apelar a la intriga. Más bien existe el deseo por indagar en las posibilidades que nos otorga el lenguaje para convertir las palabras en una experiencia vital. De hecho, muchas veces en las primeras líneas ya sabemos la historia completa, pero seguimos leyendo porque hay algo en el lenguaje de Lihn que siempre resulta iluminador; quizás es simplemente el deseo de seguir escuchando su voz, como ocurre en “Tigre de Pascua”, un relato extraordinario de cuatro páginas donde asistimos al monólogo de un Viejo Pascuero que recuerda a su hermano muerto a culetazos el 73.

Uno de los mayores aciertos de Bolaño como lector fue haber convocado insistentemente a Enrique Lihn. Su poesía sigue estando completamente vigente y su narrativa, de a poco, empieza a adquirir la importancia que se merece. Hoy ningún autor chileno que escriba narrativa puede obviar el lugar fundamental que tiene Lihn en nuestra tradición. Una escritura compleja y desconcertante que parece venir desde el futuro, ese lugar incómodo que nos hace cuestionarnos todo lo que hacemos: cómo escribimos, cómo leemos; un cuestionamiento que sólo busca convertirnos en mejores escritores y lectores.

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