Por Claudio Alvarado R., subdirector del Instituto de Estudios de la Sociedad Diciembre 16, 2016

En nuestro reciente libro, titulado igual que esta columna, analizamos críticamente los argumentos que tildan de ilegítima o tramposa a la Constitución vigente. También advertimos que el auge de este debate, que sube y baja de intensidad cada cierto tiempo, exige un auténtico esfuerzo de comprensión. Después de todo, la pregunta es ineludible: si dichos argumentos son insuficientes, ¿por qué resurge una y otra vez la cuestión constitucional? Aunque esta clase de interrogante no admite respuestas unívocas, acá puede ser útil recordar una vieja enseñanza aristotélica, reivindicada por autores como Aron y Manent: la primacía de los fenómenos políticos. Veamos.

Como es sabido, luego del significativo conjunto de reformas aprobadas en 2005, el ex presidente Lagos sostuvo que la Carta Fundamental ya no nos dividiría más (desde entonces contábamos con un “piso institucional compartido”, afirmó). La convicción de Lagos no surgía de la nada. Esas reformas terminaron con los llamados “enclaves autoritarios” y consolidaron un largo camino de legitimación democrática. Aquel camino se remonta, en último término, al triunfo del “No” en 1988 y a las reformas constitucionales de 1989, plebiscitadas y aprobadas por una muy amplia mayoría. Conviene recordar que este proceso ha sido destacado por connotados escépticos del origen de la Constitución. Por mencionar a algunos, Renato Cristi (el crítico más relevante de Jaime Guzmán en el ámbito de las ideas políticas), Francisco Cumplido (ministro de Justicia de Patricio Aylwin) y Alejandro Silva Bascuñán (el constitucionalista más importante del siglo XX, y cuyas diferencias con la junta militar fueron de público conocimiento).

Nada de esto debiera ser motivo de sorpresa. La Carta Fundamental que nos rige, más que la “Constitución de Pinochet”, es fruto de los acuerdos y prácticas políticas de casi tres décadas de vida democrática. Es, si se quiere, la “Constitución de la transición”. Pero aunque parezca paradójico, puede pensarse que precisamente ahí se encuentra la raíz del bullado problema constitucional. Nuestra Carta simboliza y condensa las líneas matrices del Chile postdictadura, el mismo que —guste o no— hoy es cuestionado por razones de muy diverso orden. No por casualidad se ha señalado que vivimos un cambio de ciclo político (tesis trabajada por Ernesto Ottone y Hugo Herrera), una nueva cuestión social (así lo ha sugerido Carlos Peña) y la ruptura de los consensos (es lo que piensa Daniel Mansuy). Como fuere, es claro que de un tiempo a esta parte las lógicas y los acuerdos propios de los 90 están en el ojo del huracán, y ello inevitablemente repercute en nuestra situación constitucional. A fin de cuentas, la Constitución pactada fue el principal arreglo operativo de ese periodo, y tal vez el primero de ellos, tal como nota Rafael Otano en su Crónica de la transición.

Si lo anterior es plausible, el debate constitucional resurgirá más temprano que tarde, independiente de los defectos del alicaído proceso constituyente. El centro y la derecha política debieran tomar nota de ello. La ilusión refundacional es exactamente eso —una ilusión—, pero la actitud inmovilista o puramente reactiva tiene escasas posibilidades de éxito en esta coyuntura.

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