Por Rodrigo Miranda Diciembre 16, 2016

Natalie Portman no interpreta a Jacqueline Kennedy en la primera película en inglés del director chileno Pablo Larraín. Ella es Jackie. El espectador cierra los ojos y piensa que es la verdadera ex primera dama a quien escucha en el filme. La imitación de la voz es perfecta. En la vida real, Jackie Kennedy también creó un personaje que le sobrevivió. En una escena, ensaya el tono, simula la dicción y los gestos más adecuados antes de un discurso.

En otra secuencia se recrea un especial de televisión llamado Un tour por la Casa Blanca. En ese programa de alto rating, Jackie, un poco rígida y nerviosa, pero ayudada por una asistente que le dice cómo sonreír, hablar y moverse, le muestra a los telespectadores la restauración y decoración que hizo de la Casa Blanca para convertirla en una mansión fina y elegante.
Portman va más allá de la imitación de la voz del personaje histórico y su acento de clase alta. La primera dama se mira en un espejo del baño en el Air Force One, horas después del asesinato de su marido, y llora. Ya en la Casa Blanca se saca el vestido Channel rosado y sus medias manchadas y deja que la ducha limpie la sangre de su pelo y cara. Se escobilla las uñas obsesivamente. Toma tranquilizantes, copas de vino y fuma. Descompensada y fuera de control, se prueba un vestido tras otro, evade la realidad con banalidades.

La nominación al Globo de Oro como mejor actriz puede llevar a Natalie Portman a su segundo Oscar. El primero fue en 2010 por El cisne negro y Jackie fue planeada desde su origen para que Portman gane este premio, pero esta vez lo tiene difícil porque Amy Adams en La llegada y especialmente Ruth Negga en Loving están descollantes.

La cinta narra la versión no oficial de los cuatro días siguientes a la muerte de John Kennedy, premisa que funciona como gancho comercial. La sensacionalista toma del cuerpo inerte de Kennedy con el cerebro a la vista tras el disparo en Dallas recuerda otra película de Larraín: Post Mortem y la escena de la autopsia de Allende.

En el guión de tono intimista y teatral, escrito por el periodista neoyorquino Noah Oppenheim, se nota la ausencia del dramaturgo chileno Guillermo Calderón, autor de los guiones de Neruda y El club, más arriesgados y complejos. Jackie se queda en el estereotipo de la mujer sofisticada, preocupada por su imagen y sufriente. La ex primera dama aparece frágil, sometida siempre al poder político masculino, conmocionada y hasta trastornada por la pérdida, dispuesta a sacrificarse para construir la imagen histórica de su marido.

En la película, la viuda se niega a cambiarse su traje rosa salpicado de sangre para que “vean lo que han hecho”, o camina con un velo negro que le llega a la cintura tras el ataúd de su marido. Para preparar ese rito, antes estudia en detalle la puesta en escena del funeral de Lincoln. Sólo una semana después del asesinato, da una entrevista de cuatro horas a la revista Life donde compara la presidencia de su marido con los años del Rey Arturo en Camelot. Con esa frase crearía el mito monárquico o el cuento de hadas con que asociamos hasta hoy a los Kennedy. Para fijar esa imagen, luego de la entrevista, durante un año no hizo ninguna aparición pública.

En la escena final, desde la ventana de un auto Jackie ve en una vitrina maniquíes que se parecen a ella. La película sugiere que debió simular un rol o ser suplantada por una representación teatral para construir la leyenda en que se convertiría su marido. Al proteger ese mito, ella también se transformó en un icono, un personaje, una criatura de ficción, un maniquí.

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