Por Cristóbal Rovira, profesor de la UDP Noviembre 18, 2016

¿Cómo es posible que un candidato con un discurso populista con tintes racistas y misóginos haya ganado las elecciones en Estados Unidos.? Junto a mi colega Cas Mudde, de la Universidad de Georgia hemos venido desarrollando una agenda de investigación comparada sobre el populismo. Acá adelanto algunas ideas centrales de nuestro libro, Populism: A Very Short Introduction (Oxford University Press), el cual saldrá publicado el próximo año.
El populismo es una ideología que se caracteriza por dos planteamientos: la sociedad está escindida entre una elite corrupta y un pueblo soberano, y la voluntad popular debe ser respetada a como dé lugar. Se trata de un lenguaje moral que sugiere que la elite es perversa y tiene que ser desalojada del poder. Propone como solución que los designios del pueblo sean acatados de forma irrestricta. Un ejemplo es la frase de Trump en su discurso de campaña en Florida, el 13 de octubre: “Nuestro movimiento busca reemplazar a un establishment fallido y corrupto por un nuevo gobierno controlado por ustedes, el pueblo americano”.

El pueblo que imaginan los populistas es una comunidad homogénea y virtuosa, en donde no hay espacio para el pluralismo. Por ello es que el populismo tiene particular recelo frente a los medios de comunicación, ya que son vistos como voceros de los poderes establecidos. En esta línea, Trump indica que “el establishment y sus agentes en los medios mantienen el control sobre esta nación a través de métodos por todos conocidos. Cualquiera que desafía su control es declarado sexista, racista, xenófobo y trastornado moral”.

Aunque es posible imaginar un discurso populista puro, en la vida real siempre aparece combinado con otras posturas ideológicas. Esto implica que el apoyo electoral a proyectos populistas se debe no sólo a su retórica polarizadora, sino que también a sus ofertas programáticas. En términos generales, es posible identificar dos tipos de populismos. Por un lado, el “populismo exclusionario” se caracteriza por combinar el discurso populista con la xenofobia, la defensa de políticas de mano dura y valores morales tradicionales. Ejemplos paradigmáticos son partidos populistas de extrema derecha, como el Frente Nacional en Francia o movimientos populistas como el así llamado Tea Party en Estados Unidos. Por otro lado, el “populismo inclusionario” elabora una retórica populista centrada en la recuperación de la dignidad de grupos sociales que, por largo tiempo, han estado políticamente excluidos. Esto va de la mano con la defensa de una mayor intervención del Estado en la economía y la promoción de cambios institucionales para supuestamente darle más poder al pueblo. No hay mejor ejemplo que fuerzas de izquierda como el chavismo en Venezuela y el partido Syriza en Grecia.

Al observar casos de populismo que han llegado y se han mantenido en el poder, encontramos un deterioro de la calidad de la democracia (Silvio Berlusconi en Italia) o en casos extremos descubrimos la formación de regímenes autoritarios (Alberto Fujimori en el Perú). Sin embargo, es erróneo pensar que el populismo siempre e inevitablemente tiene consecuencias negativas. Análisis empíricos comparados dan cuenta que el populismo también puede generar efectos positivos sobre el sistema democrático. Dado que moviliza el descontento de sectores sociales que se sienten abandonados, se trata de un discurso que promueve la integración política de dichos sectores. A su vez, mediante la politización de temas que, deliberadamente o no, han sido obviados por los partidos, estos últimos se ven forzados a repensar sus agendas programáticas para intentar canalizar los pareceres de una parte importante de la ciudadanía. El problema de fondo es que la irrupción del populismo trae consigo un viejo dilema para la democracia: ¿cuánto tolerar a los intolerantes? Cómo resolver este dilema es uno de los grandes desafíos en el mundo actual.

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