Por Diego Zúñiga Contreras, desde Bonn Octubre 21, 2016

Por esas extrañas ironías de la vida, en Chile hay gente que vive a dos cuadras de su local de votación y no piensa ni pretende ejercer ese derecho básico por el que lucharon y murieron tantos chilenos hace unas décadas, mientras otros esperábamos ansiosos el día en que se promulgara la ley que permitirí a, a quienes vivimos fuera del país, ir a votar no a dos cuadras, sino a veces a cientos de kilómetros de distancia, sólo por el gusto de sentirse integrado y de formar parte del destino del país que nos vio nacer y al que muchos soñamos volver en algún momento de nuestras vidas.

Cuando la presidenta Michelle Bachelet promulgó la ley, el 7 de octubre pasado, no sólo estaba “honrando la democracia”, como dijo en su discurso, sino que estaba haciendo un acto de mínima justicia para quienes no por salir del territorio chileno perdemos la ciudadanía. Sin embargo, y acá es importante hacer un acto de reflexión mínima, es relevante centrar las expectativas con respecto a la posible participación de quienes podríamos sufragar desde el extranjero en las próximas presidenciales.

Se ha hablado de 450 mil personas que podrían votar, pero nadie ha dicho concretamente con qué porcentaje de participación las autoridades manifestarán un cierto grado de satisfacción.

Hay que ser claro: una cosa es la fiesta y la alegría por el derecho repuesto y otra, bien distinta, es poner en práctica lo que dice la ley. Para decirlo en fácil: una cosa es que el día de las elecciones el consulado abra sus puertas y otra, bien distinta, es que quienes viven a varias horas de ese edificio vayan a hacer el esfuerzo de votar. Caso concreto, y sin afán de figuración: el consulado más cercano a mi casa queda a dos horas y media en tren. El pasaje para realizar ese viaje cuesta, en el mejor de los casos, $ 15 mil (ida) y $ 15 mil (vuelta). Es decir, para votar, me tocará invertir cinco horas y $ 30 mil. No es por victimizarse, solo deseo poner las cosas en contexto. De solo pensar que se pedía transporte gratuito en Santiago el día de las elecciones, se me atora una carcajada.

Estoy completamente seguro de que muchos chilenos haremos uso del derecho, pondremos dinero y tiempo y viajaremos muy lejos a votar. Pero hay realidades disímiles en la comunidad nacional que vive en el extranjero y muchos simplemente no pueden darse ese lujo. Si no estás en la misma ciudad que tu consulado (en Alemania, Hamburgo, Berlín, Múnich y Frankfurt), entonces la democracia se te antoja un ejercicio bastante más complicado que lo que dicen las frases para el bronce.

Se dijo desde un comienzo que, en caso de ser necesario, se abrirían otros locales de votación en lugares con muchos chilenos y sin consulados. Pero, seamos francos, ¿se puede confiar en la factibilidad de esa promesa cuando el gobierno es incapaz de corregir el absurdo error del cambio de domicilio de los votantes en Chile? Lo importante acá es que, más allá de los que votemos el 19 de noviembre de 2017 en las presidenciales, seamos 100, 1.500 o 450.000, se habrá dado un paso importante no sólo a favor de la democracia, sino de la inclusión de quienes tenemos la desdicha de vivir con nostalgia de la cordillera y la marraqueta.

Y ya que estamos avanzando, y ya que queremos seguir progresando, no vendría mal instaurar el voto postal, como hacen tantos países del mundo, o el voto por internet, como se instauró en Estonia, y donde la participación ciudadana ha aumentado gracias a este cambio, radical y revolucionario, pero muy necesario a la luz de los tiempos que corren. Yo, al menos, prefiero pagar una estampilla para votar que unos pasajes en tren.

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