Por Carlos Meléndez. Académico de la UDP. Desde Bogotá. Octubre 7, 2016

Cuando Francisco “Pacho” Maturana dirigía la selección colombiana de fútbol entró en una seguidilla de partidos perdidos que justificó aduciendo que “perder es ganar un poco”. Años después, los colombianos parecen retornar a dicha frase como norte para salir de la crisis política ante la inesperada derrota del “Sí” en el plebiscito sobre el acuerdo de paz que el gobierno de Juan Manuel Santos celebrara con las FARC. A diferencia de lo que sostenía el recordado entrenador, no se trata sólo de adquirir más experiencia, sino de enmendar un proceso de paz auspicioso ante la comunidad internacional aunque con fallas de origen.

Para llevar adelante el plebiscito del 2 de octubre se corrompieron varias de las formas institucionales de la tradición republicana colombiana. Expertos en democracia directa, como David Altman, han identificado al menos cuatro faltas procedimentales graves. Primera, el fraseado de la pregunta de la boleta de votación no recogía equitativamente las dos posiciones en disputa. Segunda, los funcionarios estatales fueron instados a hacer proselitismo por el “Sí”. Además, se redujo arbitrariamente el umbral de aprobación del referendo. Finalmente, se suscitó una campaña con premura
—cinco semanas—, que no permitió una adecuada divulgación de las posiciones, pese a la trascendencia histórica. Si bien es cierto que el compromiso entre gobierno y rebeldes no requería consulta en las urnas para sellar el acuerdo, la necesidad de legitimación social coadyuvó a que Juan Manuel Santos —y toda Colombia— se encontrara con una realidad que no estaba dispuesto a aceptar.

El ex presidente Álvaro Uribe ha sido el principal promotor del “No” al acuerdo. Desde sus gobiernos (2002-2010) impulsó políticas denominadas de “seguridad democrática”, fundadas en la idea-fuerza de vencer a las guerrillas por la vía armada y a cualquier precio. Incluso, según sus detractores, se pueden rastrear vínculos de grupos paramilitares en su entorno. A pesar de que promovió la desmovilización de este tipo de autodefensas, sus antecedentes lo proyectaban como una figura adversa a cualquier acuerdo. Se cuenta que hubo intentos fallidos de llevarlo a la mesa de negociación en La Habana, pero sus posturas maximalistas —ningún tipo de perdón ni prebendas para las guerrillas— lo mantuvieron como un actor marginal hasta el pasado domingo. “Yo voté por el ‘No’ porque no he podido perdonar”, dice un estudiante universitario en una reunión con sus compañeros y profesores, el día después del plebiscito. Como él, millones de colombianos endosaron la consigna de Uribe. No es que hayan preferido continuar con la guerra, sino que no se sintieron representados en las celebraciones en Cartagena.

Quienes sostienen que los votantes del “No” fueron guiados por mentiras, pecan de esa superioridad moral que distanció a quienes sin chistar defendían un acuerdo que excluía a gran parte de sus compatriotas. “Este era un momento para dialogar, no para enfrentarnos”, responde otra estudiante, activista del “Sí”. “No veíamos a los del ‘No’ como iguales, hemos hecho las cosas mal”, sentenció en medio del silencio del auditorio.

Han pasado pocos días, pero la incertidumbre empieza a ceder ante la esperanza. Santos ha designado a un equipo para dialogar con los representantes del “No” y Uribe ha moderado sus posiciones. El también senador, propuso una salida judicial para guerrilleros que no incurrieron en crímenes atroces. Por su parte, las FARC mantienen la orden de cese al fuego y el ELN —el otro movimiento subversivo en actividad— refiere la premura de un diálogo nacional.
En los próximos meses, Santos deberá demostrar que no es un lame-duck (pato cojo) y Uribe que sus convicciones pacifistas son reales. Es cierto que la paz aún no llega a Colombia, pero el verse reflejada en el espejo de sus rencores puede construir una paz más incluyente y duradera. Como nunca antes, una derrota puede favorecer ganar tanto.

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