Por José Edelstein, profesor de la U. de Santiago de Compostela, y Andrés Gomberoff, académico UAI Octubre 7, 2016

El éxito que ha mostrado el matrimonio entre ciencias y matemáticas ha superado las expectativas más optimistas. En principio esto no parece tan extraño. Después de todo, al menos en las así llamadas ciencias exactas, es la medición experimental —es decir, la traducción a números de nuestras observaciones— el hito fundacional de toda la actividad. Es un gran enigma, no obstante, que sea el lenguaje abstracto, en términos de números y sus relaciones, la forma más eficiente de la que disponemos para minimizar la subjetividad en nuestra interacción con el universo.

La matemática es, curiosamente, la más humana de nuestras disciplinas. Es la que permite la magia de la objetividad. Esa que nos asegura, quizás ilusoriamente, que estamos acompañados de otros humanos, dentro de una realidad externa, objetiva y comprensible. Todo esto resulta obvio cuando pensamos en algunas ideas básicas, como la medición de distancias, volúmenes o masas, y las relaciones aritméticas sencillas que existen entre ellas en distintos contextos. Pero en los albores de la física, la matemática fue rápidamente haciéndose más compleja. El mismo Isaac Newton se vio obligado a crear el cálculo diferencial, área de las matemáticas en que se basa la mecánica, y que incluso hoy resulta demasiado avanzada para enseñarse en la mayoría de los colegios.

En los tres siglos siguientes, los desarrollos matemáticos han sido enormes y, en cierto sentido, ajenos a la ciencia: no es una pretensión de las matemáticas el alcanzar un conocimiento natural. El gran matemático GH. Hardy decía estar interesado en ellas sólo como un arte creativo. En efecto, es así como usualmente se han desarrollado. Eso hace aún más extraño que la ciencia haya estado tomando nociones matemáticas cada vez más abstractas, utilizando aspectos que nadie habría aventurado que pudieran ser de utilidad para describir la naturaleza. “Yo nunca he hecho nada útil. Ninguno de mis descubrimientos ha hecho, ni probablemente haga, para bien o para mal, directa o indirectamente, ninguna diferencia a la vida de la gente”, escribió Hardy. No podía estar más equivocado. Los ganadores del Nobel de Física de este año dejaron nuevamente en evidencia que la naturaleza moldeó sus encantos a la medida de los mejores frutos de este humano arte creativo al que llamamos matemática.

Los ingleses David Thouless, Duncan Haldane y Michael Kosterlitz demostraron que la topología, la rama de las matemáticas que estudia las propiedades geométricas que permanecen invariantes frente a deformaciones o torceduras —el hueco del picarón o los dos o tres agujeros del pretzel seguirán allí mientras no los desgarremos, mientras que la hallulla no los tendrá a menos que la rompamos; el número de huecos es un ejemplo de lo que llamamos un invariante topológico—, ha encontrado el escenario en el que desplegar su sencilla elegancia en la intimidad de ciertos materiales. No ha sido fácil darcon esta joya. Ocurre a muy bajas temperaturas y en materiales que poseen en su interior estructuras planas o que son sencillamente bidimensionales (incluso unidimensionales). En la literatura científica se habla hoy de aislantes topológicos, superconductores topológicos, metales topológicos y transiciones de fase topológica. Una hermosa rama de las matemáticas, nacida hace siglos en las elucubraciones abstractas de Gottfried Leibniz y Leonhard Euler, encontró al fin el nicho perfecto en el que desplegarse. El arte creativo acabó por no ser más que otra forma de realismo, manteniendo encendida la llama de un longevo matrimonio.

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