Por Por Marcela Ríos T., PNUD Octubre 28, 2016

En una democracia representativa, la participación de la ciudadanía en la elección de autoridades es clave para la legitimidad y funcionamiento del sistema. La evidencia muestra que no existe un parámetro fijo u objetivo que defina cuánta participación es necesaria para asegurar dicho funcionamiento, ni cuánta abstención puede mermar la legitimidad del sistema. Mientras en algunos países el voto es entendido como una obligación esencial, en la mayoría de los países es considerado un derecho que las personas pueden ejercer voluntariamente. De 199 países, en sólo 26 el voto es obligatorio, 12 de ellos están en América Latina.

Los resultados de la última elección municipal han tenido un fuerte efecto político. La abstención alcanzó el nivel más alto desde el retorno a la democracia. En términos absolutos, el domingo pasado 9.190.275 personas no ejercieron su derecho a voto, casi el 65% del padrón electoral. Más aún, entre la municipal de 2012 y 2016, los partidos perdieron apoyo electoral, bajando el número de votos. Esta situación representa una derrota para los partidos, pero también para el gobierno, la oposición y la sociedad en su conjunto.

Pero la abstención en Chile no es un fenómeno reciente. En las presidenciales, por ejemplo, mientras en 1989 sólo un 14% de la población en edad de votar no lo hizo, en la del 2000 fue el 28%, en la del 2009 el 42%, y un 58% en la del 2013. La abstención, en distinto grado, sucede en una gran cantidad de países en el mundo. Lo preocupante en el caso chileno es que no sólo es una de las más grandes, sino que la que más se ha agudizado entre 1990-2016.

¿Por qué se estarían alejando los ciudadanos de las urnas? Hay un conjunto de factores, algunos más coyunturales y otros de carácter estructural. En los primeros se encuentra el hecho que Chile cambió el tipo de voto de obligatorio a voluntario. Esto ha profundizado la abstención. Si hasta la municipal del 2008, última de este tipo con voto obligatorio, el número de personas que votaba se mantenía más o menos estable, en la del 2012 el número de votantes disminuye en casi 17%, casi 1.200.000 votos menos. Esta tendencia se mantiene en esta elección municipal, donde el número de personas que asiste a votar disminuye en cerca del 15%, 900.000 votos menos.

Sin embargo, el efecto del cambio a la voluntariedad del voto debe tomarse con cautela. Sólo dos países en América Latina han transitado del voto obligatorio al voluntario como Chile —Venezuela y Guatemala— y en ninguno de los dos se han producido aumentos en la abstención electoral.

Ciertamente que los múltiples escándalos de corrupción y financiamiento irregular de la política, así como el debate sobre los errores del padrón electoral y la disputa entre instituciones del Estado por cambios de domicilio pueden haber contribuido a disminuir el interés por sufragar.

Pero no todo está relacionado a las reglas del juego formal o la coyuntura. La tendencia es anterior a muchos de estos fenómenos. La creciente lejanía de los ciudadanos de las urnas en Chile se explica en gran medida por factores de carácter histórico estructurales. Entre estos se encuentra el distanciamiento de las elites políticas y de los partidos respecto de la ciudadanía y sus intereses.

La IV Encuesta Auditoría a la Democracia del PNUD muestra un aumento sistemático en el descrédito en la política. Un 84% evalúa mal o muy mal la función de representación de los partidos y 9 de cada 10 chilenos dicen no confiar en instituciones políticas. La mayoría de las personas opina que ni el gobierno ni el Congreso los toma en cuenta y que, por el contrario, quienes son más influyentes son los empresarios o los medios de comunicación. En este escenario no es de extrañar que entre 2012 y 2016 hayan aumentado a casi el doble quienes piensan que la forma como uno vota no puede influir en lo que pase en el país (del 18% al 29%), o que haya aumentado la proporción que dice que no va a votar porque la política no le interesa (del 30% al 40%).

Enfrentar la abstención requiere entender la magnitud del problema y la forma en que este se ha venido incubando por más de dos décadas. No hay recetas mágicas ni únicas que puedan recuperar la deteriorada relación entre ciudadanos y política.

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