Por Marisol García Septiembre 2, 2016

En Valiente clase media, su estudio sobre clase y literatura, el escritor Álvaro Enrigue describe que ya en 1868 la cursilería era motivo de estudio en el mundo hispano. Ese año se publicó un ensayo de vocación acusadora y título kilométrico — “La filocalia ó Arte de distinguir a los cursis de los que no lo son seguido de un proyecto de bases para la formación de una hermandad ó club con que se remedie dicha plaga”, del español Francisco Silvela— que reservaba un especial encono contra organillos y cajas de música.
Al año siguiente la RAE incorporó la palabra ‘cursi’ a su diccionario oficial, aunque su definición ha pasado por muchos cambios históricos, desde la inicial condena por su pretensión implícita (“persona que presume de fina y elegante sin serlo”) al matiz de detectar en ella una ingenua torpeza expresiva (“dícese de los artistas y escritores, o de sus obras, cuando en vano pretenden mostrar refinamiento expresivo o sentimientos elevados”).

Nuestra definición favorita del concepto es la que en 1943 registró —precisamente en su ensayo Lo cursi— el gran Ramón Gómez de la Serna: “Cursi es el fracaso de la elegancia”.
La cursilería es una fuerza dinámica y probablemente imbatible, cuya medición exacta se nos escapa, pero con la cual se nos hace inevitable convivir, sobre todo a los latinoamericanos. Suele confundirse con el kitsch —que es más bien una opción estética que intencionalmente busca el abigarramiento que consigue—, pero tampoco faltan los que aprovechan de ejercer su clasismo asociándolo al gusto vulgar, ordinario, o incluso a esa pesadilla de la élite: lo que se ha vuelto masivo.

Bajo ese último prisma discriminador, Juan Gabriel —la estrella mexicana sepultada esta semana frente a la congoja de lo que parece ser un continente completo— aparece como lo más de lo cursi. Cursis las letras de sus canciones sobre amor, pérdida y anhelo, como esa que dice “abrázame, que el tiempo es malo y muy cruel amigo”; cursis sus trajes brillantes y a la medida de su cuerpo grueso; supercursis sus gestos sobre el escenario, acomodados a interpretaciones dispuestas muchas veces en crescendo; y cursis, por supuesto, quienes lo escuchaban, en disco (fueron más cien) o en alguno de sus larguísimos conciertos (el último de todos, el viernes pasado en Los Ángeles).
Cuando en 1990 se anunció que el llamado “Divo de Juárez” ofrecería un concierto en el Palacio de Bellas Artes del DF junto a la Orquesta Sinfónica Nacional de México, el gremio de los cantantes de ópera se movilizó como nunca antes. Calificaron la ocupación de “su” espacio como una provocación, y compartieron durante semanas cartas y columnas que buscaban enseñarnos qué constituye cultura, qué música y qué baratijas. Protestaron incluso en persona con gritos fuera del recinto.
¿Adivinan? Juanga no sólo terminó ofreciendo allí cuatro aplaudidos conciertos, sino que volvió a ese escenario en 2007 y 2013. Ahora, y por orden emanada de la Presidencia, sus restos serán llevados a ese mismo Palacio de Bellas Artes, donde recibirá un homenaje público.
Cuesta imaginar mejor venganza contra sus críticos.

Dijo una vez Agustín Lara, uno de los mejores compositores de canciones de amor que han existido: “Soy ridículamente cursi y me encanta serlo. Porque la mía es una sinceridad que otros rehúyen… ridículamente. Cualquiera que es romántico tiene un fino sentido de lo cursi, y no desecharlo es una posición de inteligencia. Ser así es, también, una parte de la personalidad artística, y no voy a renunciar a ella para ser, como tantos, un hombre duro, un payaso de máscaras hechas, de impasibilidades estudiadas”.

Se trata de un debate inscrito en la cultura latinoamericana, con cientos de episodios significativos entre quienes buscan adecuar la expresión sentimental —de por sí desbordante— a un cauce “correcto”, y quienes han querido reivindicarla como la voz más auténtica del pueblo y de cómo quienes amamos en castellano nos hemos educado sentimentalmente.
Que el gusto por una canción de amor dice muchas más cosas que una simple elección de personal nostalgia es un asunto sobre el cual escribieron algunos de los más interesantes intelectuales del siglo XX (de Pierre Bourdieu a Carlos Monsiváis, de Roland Barthes a Jorge Luis Borges), porque la provocación emocional que ofrece la música popular es un muy poderoso disparador de símbolos sociales.

Dice mucho de nosotros no sólo la música que elegimos, sino también aquella que despreciamos. Sin darnos cuenta, cada condena emitida hacia un fenómeno musical —como ciertamente lo fue Juan Gabriel— puede delinearnos en nuestros complejos, en nuestros temores, o incluso en la limitación de nuestro mundo.

La acusación de eventuales excesos en su sensibilidad ha caído sobre cada músico de éxito que alguna vez entonó un bolero, un tango, una ranchera, un pasillo o un vals peruano. Tan sólo en Chile está el ejemplo contenido en el desprecio con que la llamada “canción cebolla” fue tratada en los años sesenta, y que hoy mantiene casi sin registros el recuerdo de estrellas populares como Ramón Aguilera, Rosamel Araya y Lorenzo Valderrama. Los Ángeles Negros, un grupo nacido en San Carlos que hoy resulta ineludible en la historia de la canción latinoamericana, tuvo que buscar su carrera en México luego de que aquí un programador radial les dijese que si acaso estaban locos buscando difusión “con esas canciones tan cebolleras”.

La balada pop que hoy se asienta en el mercado radial y los carteles festivaleros tras la venia de Miami es de una tibieza ya tan correcta y estereotipada que ni dan ganas de asociarla a esta tradición, no importa cuántas veces sus figuras conjuguen el verbo “amar”. Es probable que quienes se avergüencen de escuchar en público a Juan Gabriel disfruten sin complejos de intérpretes que hoy traicionan las pautas de la trova, la raíz folclórica o el filo de la canción arrabalera con traducciones sanitizadas de lo que originalmente era la expresión sin medida de anhelos por todos reconocibles. No se trata de música sino de empatía. No es sólo el cantante: es la identificación que éste provoca. Los fenómenos populares no se explican sólo por su cancionero. Ya lo dijo el bolero:

“Es más fuerte que yo, que mi vida / mi credo y mi sino, / es más fuerte que todo el respeto y el temor a Dios”.

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