Por Patricio Jara Agosto 5, 2016

Desde la primera página el periodista David Quammen advierte al lector que, tal como le ocurre a la decena de científicos que acompaña y entrevista para este libro, su trabajo va a las perdidas. En medio de la nebulosa que rodea el origen del ébola, más que respuestas, lo que entrega son muchas preguntas, y la gracia de saber formularlas constituye un gran punto a favor.

Para escribir Ébola. La historia de un virus mortal y otras enfermedades que se transmiten de animales a seres humanos, Quammen viajó a África y visitó los mismos lugares y recorrió los mismos caminos que muchos investigadores en busca de pistas que llevaran a la cuna del virus, la cual hoy, cuarenta años después de la primera emergencia reconocida (en el norte de Zaire), sigue siendo un misterio.

El mundo entero ha escuchado hablar del ébola y de sus consecuencias, pero nadie puede determinar con certeza de dónde viene. El virus ataca, se propaga, mata a varios cientos y luego desaparece. Mucho se dijo sobre los monos: que el virus vivía en algunas especies y que todo comenzó por comer de su carne sin previsiones. Eso, hasta que hallaron un grupo de monos muertos por ébola y las cosas volvieron a cero. Entonces los sospechosos fueron los murciélagos, pero hay tantas subespecies que el puzle se agranda cada vez más.

“Sacude un árbol y muchas cosas caerán”, advierte Quammen. “Caza un murciélago para comer y podrías atrapar algo más. Mata un chimpancé para alimentar a tu familia y a tu aldea, y quién sabe qué horripilantes sorpresas podrían aparecer. Existe un término para designar al acontecimiento de transmisión, cuando un patógeno pasa de una especie de huésped a otra: lo llamamos derrame”.

Los desafíos que impone el ébola, cuyo nombre proviene de un pequeño río del Congo, no son sólo sanitarios. Cada una de las decenas de expediciones organizadas para hallar el escondite del virus chocan con bastante más que la increíble capacidad de éste para mutar y dividirse en diferentes cepas. También están los problemas políticos, económicos y culturales que impiden controlar los brotes. Visto así, el libro de Quammen es más sobre los esfuerzos por enfrentarse a lo desconocido (y del coraje de los científicos que arriesgan su vida) que repasar los horripilantes sufrimientos de quienes lo padecen.

Con tazas de letalidad que han llegado hasta el 88%, el trabajo de quienes se atreven a pesquisarlo adquiere características épicas: mientras infectólogos y veterinarios han analizado miles de animales (chinches, cerdos, monos, vacas, ratones, ardillas, antílopes, murciélagos, puercoespines, antílopes, pájaros, tortugas y víboras) sin encontrar absolutamente nada, otros intentan promover hábitos que al menos eviten la propagación, pero si éstos no chocan con la falta de recursos, lo hacen contra las creencias populares como la explicación de todo a través de la brujería. Allí donde faltan mascarillas, guantes y botas de huele, además de unos cuantos litros de cloro, sobran rituales mortuorios con siglos de historia que hacen que hasta ir al funeral de las víctimas sea peligroso.

“¿Qué sucederá después?”, se pregunta Quammen. “Nadie lo sabe. Ese es el más acertado juicio de la ciencia y la salud pública, y cualquier otro pronóstico en este momento depende del alcance y rapidez de una respuesta coordinada, y de la suerte”.

Cuando los científicos asumen que la batalla por encontrar el nido del ébola los pondrá a prueba una y otra vez, la sensación que le queda al lector es la misma que tuvieron los primeros hombres que caminaron sobre este planeta: vista la cantidad de peligros, en algunas partes la vida aún es un milagro.

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