Por Claudio Fuentes S., coordinador del Laboratorio Constitucional UDP Agosto 19, 2016

Las constituciones son siempre obra de una élite. Incluso si pensamos en los procesos más participativos, abiertos e incluyentes, al final siempre será un grupo relativamente reducido de personas el que se congregará a escribir y dar forma al texto constitucional. En las sociedades modernas de masas no podría ser de otro modo por la complejidad y especificidad de las dinámicas sociales.

Por lo mismo, la pregunta correcta no se refiere a la cantidad de sujetos que escribirán el texto, porque de hecho serán muy pocos, sino la forma en que serán seleccionados estos “pocos”. Una segunda interrogante es la capacidad de actores sociales (empresarios, sindicatos, organizaciones sociales) de incidir proactivamente en el proceso, antes, durante y después de verificado el proceso. Entonces, los criterios para evaluar esta dinámica deben ser dos: legitimidad del cuerpo que escribirá el texto y apertura social del proceso.

Cuando levantamos la vista fuera de Chile, vemos una multiplicidad de instancias que han escrito una Constitución: comisiones bicamerales del Congreso, convenciones seleccionadas por el Congreso, convenciones mixtas, asambleas escogidas enteramente por la ciudadanía, comisiones designadas por el poder Ejecutivo, etc. ¿Existe una fórmula ideal? Seguramente no. Lo relevante aquí es preguntarse cuál de las múltiples fórmulas que existen sería la más apropiada para el tiempo político que vive el país. Si el Congreso Nacional es una expresión legítima de la sociedad, probablemente nadie cuestionaría que fuese ese cuerpo el que elaborara la nueva Constitución.

Pero el caso chileno muestra un serio cuestionamiento social a las instituciones representativas. Ergo, muy probablemente la expectativa social será observar un grupo de actores que represente a la sociedad. Probablemente, dicho cuerpo político (convención, asamblea) deberá incluir indígenas, mujeres, representantes de diversas partes del territorio, etc. El primer criterio de evaluación entonces será la forma en que se defina este cuerpo que redactará el texto magno.

El segundo criterio será su apertura. Imagínese que se escoge una convención y que dicho grupo de personas se encierra como un cónclave papal para definir una nueva Carta constitucional. La sociedad civil y los medios de comunicación lo rechazarían, pues la sociedad actual difícilmente aceptaría una dinámica cerrada y excluyente. Se exigiría tener incidencia en la definición de los representantes de esa convención, transparentar los debates, abrir foros virtuales, dinamizar discusiones territoriales, generar audiencias y, finalmente, establecer un proceso ratificatorio ciudadano. Incluso, aspectos donde esta convención no llegó a acuerdo podrían someterse a la deliberación ciudadana en un plebiscito.

Pero uno de los mayores problemas que enfrentamos como sociedad es la ausencia de una experiencia histórica de participación. Observemos la forma en que las últimas tres constituciones se definieron.

En los tres casos se trata de comisiones designadas. En la de 1833, el Congreso Nacional designó a 36 personas para redactar la Constitución, de ellas, 30 eran representantes del mismo Congreso. No existió proceso ratificatorio fuera del mismo Congreso, transformándose en un proceso autocontenido de las fuerzas conservadoras victoriosas de la guerra civil de 1829.

La Constitución de 1925 fue escrita por una Convención designada por el gobierno de Arturo Alessandri. Aunque participaron 122 personas, en realidad la subcomisión de reforma que discutió los contenidos la integraron sólo 15. Se ratificó posteriormente en un plebiscito nacional, pero donde participó sólo el 42% del electorado.

La Constitución de 1980 fue redactada en dictadura y participaron en el proceso de escritura 29 personas, incluyendo la comisión de estudios constitucional, el Consejo de Estado y la junta militar que la ratificó. Fue aprobada en un plebiscito fraudulento que no contó con padrón, un órgano electoral que controlara el proceso ni opción para que la oposición se pronunciara.

La paradoja del proceso chileno es que quienes escribieron las constituciones representaron a un porcentaje cada vez menor de la población total. Mientras la sociedad se hizo más compleja, menos personas han participado del proceso de escribir la Constitución.
Esta dimensión histórica es muy relevante para el proceso constituyente que recién inauguramos. Lo que hasta el momento se ha realizado (encuentros locales y cabildos) es una etapa anterior a la fase de redactar una Constitución. Se trata de una etapa de socialización y concientización social sobre el tema. Lo que vendrá a continuación, en el 2017 y 2018, nos pondrá frente a las preguntas que anticipamos aquí: qué legitimidad tendrá el cuerpo que finalmente redactará la Carta Magna y cuán abierto o cerrado será el proceso propiamente tal. La historia patria muestra una dinámica cerrada y autocontenida. Y de ahí la interrogante será si mantendremos el patrón histórico o se tratará de un proceso abierto e incluyente.

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