Por Magdalena Aninat, directora Centro de Filantropía Cefis UAI Agosto 26, 2016

¿Cuál es el camino para aumentar la escolaridad? En un país como Kenia, en 2009 un estudio demostró que no era la entrega de almuerzos, ni becas escolares. Contrario a lo que la intuición podría señalar, la evidencia mostró que por cada 100 dólares invertidos, la eliminación de parásitos intestinales aumentaba en 30 años la escolaridad de los niños, mientras que los mismos 100 dólares invertidos en becas habrían generado un efecto de sólo 2,8 años más de escolaridad, o 1,4 años más en el caso de los almuerzos.

Cambiar intuición o ideología por datos y análisis es el eje de la tendencia en “filantropía inteligente” o “altruismo efectivo”, que ha ido tomando relevancia en Estados Unidos y Europa, impulsada por agrupaciones que promueven donar sólo bajo un análisis de costo-efectividad (Robin Hood Foundation y otras) que buscan que los ciudadanos se comprometan a donar el 10% de sus ingresos de por vida (Giving What We Can). El argumento es que, ante recursos escasos y desafíos sociales de creciente complejidad y urgencia, es posible crear soluciones efectivas si aumenta el volumen de donaciones y estas se destinan a programas con impacto social estudiado.

En Chile existe una dicotomía. Según estudios del Centro de Filantropía e Inversiones Sociales de la UAI, los empresarios chilenos que lideran hoy los grupos empresariales no se identifican con el concepto de caridad, alejándose justamente de la imagen de dar un cheque para “ganar el cielo” y desentenderse de los resultados, para acercarse más a conceptos como filantropía e inversiones sociales. Sin embargo, al indagar en la práctica de medir resultados, los mismos estudios muestran que los empresarios se contentan principalmente con hacer seguimiento o monitoreo a sus donaciones, y sólo un 12% mide el impacto con expertos.

Por ello, la pregunta que Rachel Glennerster, directora ejecutiva de Poverty Action Lab J-PAL, planteó en un encuentro con miembros de la Asociación de Familias Empresarias organizado por el Cefis UAI y J-PAL LAC fue especialmente pertinente: “¿El programa al cual están entregando sus aportes es el más efectivo para solucionar el problema que intentan resolver?”. La filantropía inteligente, señaló la economista del MIT, tiene ciertos componentes básicos: primero, definir el propósito y una estrategia monitoreada para alcanzarlo (“teoría de cambio”); y segundo, decidir aportes haciendo un análisis de costo-efectividad basado en evidencia. Y un rol adicional: contribuir al desarrollo de nueva evidencia de impacto social.

Una cultura de efectividad también resulta beneficiosa para organizaciones sociales. De hecho, Deworm the World, institución que nació a partir de las intervenciones para eliminar los parásitos en Kenia e India, se convirtió en una de las iniciativas mejor rankeadas en el portal GiveWell desde que dio a conocer la evidencia de sus resultados en 2013, logrando apoyo para escalar a otros países alrededor del mundo.

La realidad local es más precaria. Según un estudio de la Fundación IM Trust sobre 191 organizaciones sociales, existe una baja práctica de medir impacto y/o eficiencia, y los métodos utilizados podrían no ser los más adecuados. De hecho, un 29% de las fundaciones no cuenta con sistemas de evaluación de gestión y sólo un 17% realiza evaluación con asesoría externa.

Con todo, han surgido en Chile organizaciones que están adoptando y difundiendo esta tendencia. Una de ellas es la Fundación San Carlos de Maipo, que ha creado Mi Brújula, un banco digital de programas basados en evidencia de 39 instituciones de América Latina. Un aporte para responder la simple pregunta que plantea la filantropía inteligente: ¿Cómo podemos usar nuestros recursos para ayudar a otros de la manera más efectiva?

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