Por Ignacio Briones, decano Escuela de Gobierno UAI Julio 8, 2016

¿Cuál es la probabilidad de que un computador haga su trabajo en 20 años más? Esa es la pregunta que responden C.B. Frey y M. Osborne de la Universidad de Oxford. Aquí, algunas de sus apuestas para más de 700 ocupaciones: analista de crédito, 98%; corredor de propiedades, 97%; contador, 96%; operario de máquinas, 97%; actuario, 94%; técnico de laboratorio, 90%; taxista, 89%; obrero de la construcción, 88%.

Con el avance de la computación, la robótica y la inteligencia artificial estas predicciones, aunque discutibles, no son mera ciencia ficción. La amenaza de eso que Keynes llamó “desempleo tecnológico” luce real. A ello se suma una economía colaborativa que, de la mano de la tecnología, desafía industrias tradicionales. Un ejemplo: en 2012 Google pagó US$ 1.000 millones por Instagram, empresa con sólo 13 empleados. Ese mismo año Kodak, que llegó a tener más de 140 mil trabajadores, se declaraba en quiebra. Todo esto ha alimentado el temor y los augurios fatalistas.

No se trata de algo nuevo. Si los artesanos textiles vieron su infierno en la máquina a vapor, lo mismo ocurrió con el taylorismo a inicios del siglo XX. Es lo propio del capitalismo y la modernidad.

Este pesimismo no se condice con la historia económica: la modernidad ha creado más puestos de trabajo de los que desplazó y ha elevado el ingreso per cápita: sólo en el siglo XX este se expandió siete veces más que todo lo acumulado antes en la historia.

Hay un foco erróneo en eso de que un trabajador reemplazado es uno que desaparece. Primero, porque el trabajo no se esfuma, se reasigna. Segundo, porque si bien el cambio tecnológico produce menor demanda por ciertos oficios, genera más por otros, muchos de los cuales desconocemos. Buena parte de los trabajos actuales eran inimaginables hace unas décadas. ¿Podría alguien 50 años atrás haber predicho que su nieto produciría videojuegos globales?

En el largo plazo los beneficios parecen claros, aunque es innegable que en la transición habrá perdedores. Y cuando esta dinámica se acelera y hay más incertidumbre laboral, el foco de preocupación debiera estar en asegurar capacidades adaptativas para una reconversión inteligente hacia nuevos empleos que no conocemos.

¿Implicancias? Primero, que es imperativo que la escuela asegure capacidades exigentes en comprensión lectora, numérica y digital. A nivel universitario, pierde sentido la enseñanza de técnicas específicas, que arriesgan quedar obsoletas. Cobra mayor valor el pensamiento crítico y analítico, condición necesaria para internalizar nuevos saberes y resolver problemas que no conocemos. Segundo, que la capacitación laboral debe ser continua y flexible. Tercero, que adaptarse a los cambios exige más flexibilidad laboral. Pero que, por lo mismo, requiere de un esquema de seguros que promuevan la movilidad e incentiven la reconversión.

Cuando Keynes acuñó el término “desempleo tecnológico” en 1930, también predijo que el nivel de vida en el próximo siglo se incrementaría “entre cuatro y ocho veces”. Y hay razones para seguir siendo optimistas, pese a la probabilidad de que una máquina también reemplace las predicciones de los economistas.

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