Por Auska Ovando, desde Cambridge, Inglaterra Junio 24, 2016

 

Es fácil planificar en el Reino Unido. Se puede saber exactamente en qué minuto pasará cada tren, metro y bus. Las universidades publican las fechas de los trimestres con años de anticipación. El queuing, o la gran tradición británica de respetar rigurosamente las filas, asegura que tarde o temprano todos tendrán su turno al hacer un trámite o comprar un café. Las acciones más habituales—subir una escalera mecánica, abrir una puerta— tienen un protocolo, una forma que asegura su correcto funcionamiento.

Por todo esto la mañana de hoy ha sido particularmente extraña. En un país donde la planificación, la tradición, y el respeto al orden atacan cotidianamente cualquier tipo de incertidumbre, hoy (por primera vez en mucho tiempo) hay más preguntas que respuestas. Y vaya qué preguntas. La economía, la jefatura de Gobierno, incluso la composición misma del Reino están cambiando para siempre, pero nadie sabe exactamente cómo. La salida de la Unión Europea es más que un terremoto político, es también un profundo cuestionamiento a la identidad británica, que eligió por 52% la incertidumbre sobre la certeza.

El golpe es particularmente fuerte para las élites económicas, académicas y artísticas, que durante la campaña se lanzaron en masa a combatir el Brexit. Pero ni David Beckham, ni JK Rowling, ni Stephen Hawking pudieron lo que décadas de euroescepticismo sí. El arraigado sistema de clases inglés ha tenido esta vez una manifestación electoral. Fueron las áreas populares del norte las que inclinaron la balanza hacia la salida. Los habitantes de las zonas que ostentan el poder económico y cultural no supieron conectar con la frustración y el desencanto de quienes ven en los inmigrantes y la burocracia la causa de sus males.

La incertidumbre se extiende a lo largo de toda la isla, pero llega mucho más allá. El futuro es particularmente confuso para el más de millón de británicos que vive en otras naciones de la Unión Europea, a los que el gobierno de Cameron ya sugirió podrían perder el derecho legal a vivir en otros países. La movida sería una cachetada para gran parte de ellos, jubilados que compraron propiedades en las costas de Francia y España pensando en pasar la tercera edad bajo el sol que su país de origen les niega. Es probable que sean ellos los que primero resientan el golpe, pues dependen de la robustez de la libra para subsistir con sus pensiones en el continente. Esto podría causar desastres económicos inesperados en pueblos como Eymet, en la región francesa de Dordogne, donde un quinto de sus habitantes viene del Reino Unido.

El panorama también es particularmente dudoso para Gibraltar, el territorio británico de ultramar que—atrapado entre España y Marruecos—podría quedar aislado y, peor aún para los ingleses, amenazado. En la previa del Brexit, Mariano Rajoy insistió en que el territorio es español y, aprovechando la oportunidad, su gobierno elevó una solicitud a la ONU para avanzar la descolonización del territorio en conflicto.

En apariencia, los británicos están continuando su vida normal. Esta mañana, como todas las otras, abarrotaron el transporte público para llegar a sus lugares de trabajo. Después de todo, se trata del país del keep calm and carry on, el slogan popularizado durante la Segunda Guerra para mantener la calma ante los bombardeos alemanes. Si hay algo que enorgullece más a los británicos que su respeto al orden es su templanza frente a la adversidad, que muchos sienten la necesidad de desplegar en este momento.

Si se escucha con atención, se nota que en todos los cafés, restaurantes, oficinas y servicios públicos, se está hablando del Brexit. Detrás del manto de normalidad está la consciencia de que la historia se está definiendo a cada minuto. Para los británicos hay una sola certeza por ahora: El país en el que despertaron hoy es muy diferente al de ayer.

Relacionados