Por Marisol García Mayo 13, 2016

Qué gran ingenuidad la de quienes, hace pocos años, predecían la muerte del disco. Sólo este semestre, Blackstar, de David Bowie, y Lemonade, de Beyoncé, han sido artefactos artísticos analizados y vueltos a analizar como marcas culturales significativas, no sólo atentas a su tiempo sino influyentes en él. La enorme atención de esta semana al nuevo lanzamiento de Radiohead confirma el interés imperecedero por los discos como el mayor manifiesto del que es capaz una banda, un producto creativo al que ni las múltiples distracciones tecnológicas en marcha parecen todavía poner realmente en riesgo de extinción. Es un signo auspicioso que un disco aún pueda producirnos la ansiedad de la espera, y luego merezca la detención de la escucha y los espacios justos para su comentario.

No estamos en Inglaterra para caer en la exageración —o el chovinismo— de definir A moon shaped pool como “el regreso que el mundo puede haber estado esperando”, en palabras del diario The Guardian. Pero tampoco hay cómo negar el impacto que entre cierto segmento adulto consigue casi cada paso de uno de los mejores grupos de rock eléctrico nacidos en los años noventa. Punto a favor para la banda ha sido, esta vez, lo intempestiva de esta publicación, de la que no se tenían mayores luces hasta que su aparición fue ya inminente. El disco se encuentra desde el domingo pasado en servicios de descarga digital (sólo pagada) y tendrá una edición física el próximo 17 de junio (en septiembre, se despachará, además, una “edición especial” en vinilo doble con arte añadido, dos temas extras y alto precio: US$ 86). Podríamos detenernos ahora varios párrafos en la más o menos ingeniosa estrategia de promoción y venta que la banda ha mostrado hasta ahora —jueguitos en las redes sociales, despachos de mensajes en clave por correo a algunos fans, dos videoclips en una semana—, pero nada de eso será tan digno de comentario como las canciones en sí. Son las primeras canciones de Radiohead grabadas en estudio en casi cinco años.

En el expuesto trayecto que a lo largo de dos décadas consiguió transformar a Radiohead de una banda de hits radiales e himnos de estadio a arquitectos de un sonido críptico y atento a la tensión de nuestra época, A moon shaped pool está en un atractivo punto medio. Las canciones consiguen balancear el tarareo y la búsqueda, melodía y aspereza, melancolía y asertividad. Son once temas sostenidos, sobre todo —y como ya es su marca—, sobre ambientaciones electrónicas de minuciosa textura, encima de las cuales planea muy sugerentemente la voz de Thom Yorke, resbaladiza (vocales largas, fraseo sinuoso) incluso en los temas más filosos, como “Burn the witch” o “Decks dark”. El ritmo es inconstante, y a veces se acelera en un crescendo (“Full stop”) y otras se ralentiza en canciones que perfectamente podrían haber cabido en The bends (1995) (como “True love waits”; que, de hecho, fue compuesta a mediados de los años noventa). “Parece un resumen de todos los Radiohead que hasta ahora han sido”, se ha escrito esta semana en el diario español El País, y la frase es ingeniosa pero no del todo certera. El trabajo con cuerdas “clásicas” y la capacidad de síntesis en las muchas ideas desplegadas se revelan como dos conquistas claras que afirman a la banda en una nueva cumbre.

No sólo los cinco años de distancia entre este disco y su predecesor (The king of limbs) pueden explicar los colores y tonos diversos de estos temas, compuestos en un rango de tiempo muy amplio. Al menos cinco de estas canciones se habían mostrado en vivo en la última década, y “Burn the witch”, el primer single, comenzó a trabajarse ya en las sesiones de Kid A, su disco del 2000. Pero más relevante que esa revisión de archivo resulta seguirles la pista a los muchos proyectos que los integrantes de Radiohead mantuvieron por fuera de la banda entre el disco previo y este. Desde 2011, Thom Yorke publicó dos discos, uno a solas y otro dentro del proyecto Atoms for Peace; el baterista Phil Selway mostró su segundo álbum solista en 2014 (Weatherhouse) y el guitarrista Jonny Greenwood continuó con un trabajo ya previamente iniciado para una serie de bandas sonoras, como la de la película Vice, y un muy interesante disco (Junun, 2015) junto a un compositor israelí y un ensamble indio.

El peso de Greenwood en A moon shaped pool es crucial. Son suyos los arreglos de cuerda y voces en el disco, y suyo también el contacto con la Orquesta Contemporánea de Londres, invitada a la grabación. Leemos que el guitarrista —hábil intérprete de diversos instrumentos— es el único integrante de la banda que puede leer música en partituras, y en su lista de colaboraciones aparecen compositores como Steve Reich. Entre sus encargos, su banda sonora para la película Petróleo sangriento, hace nueve años, es un indudable hito en la música contemporánea para el cine, por su fuerza y tensión distintiva. Greenwood siempre fue una pieza importante para dotar al sonido de Radiohead de ambición eléctrica y avance por fuera del molde-canción, pero su trabajo de arreglos es esta vez doblemente valioso por la dirección que consigue, en un disco que mantiene todo el tiempo un sentido de síntesis y firme guía que no habían tenido otros álbumes de la banda, más experimentales o escapadizos.

Radiohead largará la próxima semana, en Ámsterdam, una gira internacional con paradas en varias capitales europeas, ciudades de Norteamérica y Japón de aquí a octubre. Antes de conocer A moon shaped pool podríamos haber aventurado que el de este año iba a ser un tour incómodo para integrantes con la cabeza en múltiples proyectos y excesiva lentitud en su composición conjunta. El disco que recién hemos conocido es el de una banda inteligente, capaz de usar a su favor esa dilación y esas ganas de cambio. El continuo movimiento ha afirmado más que nunca su esencia.

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