Por Evelyn Erlij, desde Cannes. Mayo 27, 2016

Entre Pablo Larraín y Alejandro Jodorowsky se dio una sincronía curiosa. Mientras el primero filmaba Neruda el año pasado, en el centro de Santiago, el segundo, en paralelo, intentaba que las locaciones de su película Poesía sin fin no se cruzaran con las del cineasta de No. “Fue una coincidencia fantástica, porque yo me burlo de Neruda en mi película”, dice el director de El Topo en el Festival de Cannes. Corte directo a Poesía sin fin: un joven Alejandro y su amigo Enrique Lihn vendan los ojos de una estatua de Neruda y la pintan de negro. “Le llamábamos ‘Nerbuda’, porque lo veíamos como a un Buda, demasiado grande, demasiado político, demasiado importante”, recuerda Jodorowsky, quien resume en esa escena su tirria hacia el poeta todopoderoso.
Distintas de mil y una formas, las dos películas chilenas en Cannes sacuden los laureles de la cabeza de Neruda y lo bajan desde el Olimpo hacia una realidad en la que divide, apasiona y violenta. Si el Neruda de Jodorowsky es el “poeta rey”, el genio sagrado contra el que los escritores jóvenes se alzaban enarbolando la antipoesía de Nicanor Parra, el Neruda de Larraín es el escritor peligroso, el senador que hizo de la poesía un arma política, el intelectual contradictorio que pensaba como un comunista y vivía como un burgués.
Corte directo a la película Neruda: una sirvienta humilde se acerca al poeta en una fiesta para preguntarle cómo será el pueblo cuando el comunismo llegue al poder: “¿Todos vamos a ser iguales a mí o iguales a usted?”. En Cannes, un periodista pregunta a Larraín si eso es una denuncia hacia la izquierda más hipócrita: “No quiero hacer ninguna denuncia. La contradicción ideológica entre una persona que representa un sector y vive de otra manera tenía que estar en la película, porque es una paradoja muy interesante. Si Neruda no la tuviera, quizás no habría escrito los poemas que escribió”, responde el cineasta, quien asegura que esto no es un ejercicio ni para legitimar ni para poner en duda al poeta, sino para humanizarlo.
Aunque Neruda no aparece en carne y hueso en Poesía sin fin, su sombra en el Santiago bohemio de Jodorowsky es grande. Cada nuevo poeta se define a sí mismo a partir de él: “Parra hizo la antipoesía pensando en Neruda, y contrario a él, era un hombre real, modesto, que decía ‘los dioses bajaron del Olimpo’. Y nosotros éramos de Parra”, recuerda el director. El Neruda del filme homónimo no sólo está consciente de esa grandeza, sino que él mismo se encarga de escribirla y hacerla crecer. “No me voy a esconder debajo de la cama. Esto tiene que ser una cacería salvaje, como si fuera la conquista de Egipto”, dice el vate en la boca de Luis Gnecco, cuando sabe que 300 policías lo persiguen mientras sus camaradas caen víctimas de la Ley Maldita.
Gigante, ególatra, intocable, inalcanzable: el cine chileno en Cannes habla de un país que tiene cuentas pendientes con su Premio Nobel, de un Chile que todavía no sabe dónde instalar la figura de Neruda en el altar de sus grandes personajes. Fue Roberto Bolaño quien habló de las “vacas sagradas” de la literatura, esos escritores míticos y todopoderosos que tanto detestaba: “Neruda, en algún momento de su vida, pensó que él era el paradigma del poeta, y se equivocó. Pero la verdad es que todos los poetas, en algún momento de sus vidas, se creen la muerte”, dijo en 2001 el autor, quien consideraba a la literatura chilena como “un planeta vacío que gira en torno de un sol muerto llamado Neruda”. Sol vivo o sol muerto, las películas de Larraín y Jodorowsky dan una respuesta: la figura de Neruda todavía quema.

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