Por Nicolás Alonso. Mayo 27, 2016

La historia, que comenzó en 1963 cuando un niño de diez años tomó un libro en la biblioteca de Milton Road, Cambridge, había empezado tres siglos antes. Esa tarde, Andrew Wiles, un precoz fan de los acertijos matemáticos, abrió un volumen extraño que hablaba de un solo acertijo, que desde el siglo XVII las mentes más brillantes del mundo jamás habían podido resolver. Y que tenía un nombre que llamaba al misterio: el Último Teorema de Fermat. Se trataba, leyó, de demostrar que para la ecuación xn + yn = zn no había ningún resultado en números enteros si n era mayor que 2. Es decir, que así se probaran todos los números enteros hasta el infinito, nunca se encontrarían tres números que hicieran esa ecuación posible. El niño miró el problema, y como a miles antes que él, le pareció en apariencia bastante simple. Entonces cayó en la trampa.
La raíz del problema que frustró a tres o cuatro generaciones nació del más famoso de los teoremas. Cuando comenzaron a conocerse los avances de la Hermandad Pitagórica —una secta matemática liderada por Pitágoras, cuyos miembros fueron quemados vivos en el 508 a.C.—, la revolución que significó la aparición del Teorema de Pitágoras, que demostró que en los lados de todo triángulo rectángulo x2 + y2 = z2, se debió, sobre todo, al hecho de ser “irrefutable”. Pero pasarían 21 siglos antes de que otro matemático brillante, Pierre de Fermat, dueño de un carácter tan complejo como su mente, le diera la vuelta de tuerca que haría perder décadas a sus sucesores. Al francés, fundador del cálculo diferencial y la probabilística, no le gustaba compartir sus avances con sus contemporáneos, y solía saltarse pasos en sus demostraciones para irritarlos. En 1637 decidió llevar su juego a las últimas consecuencias y escribió al margen de una copia de la Arithmetica de Diofanto su último teorema, y bajo él la frase que fue un puñal: “He encontrado una demostración realmente admirable, pero el margen del libro es muy pequeño para ponerla”.
Ese problema, que en sí mismo no tenía mayor trascendencia, obsesionó a los matemáticos del siglo XVIII, XIX y XX como ningún otro lo ha hecho jamás, y sus miles de intentos de demostración fallidos hicieron avanzar pasos enormes a las matemáticas. Hubo premios para quien pudiera resolverlo que duraron un siglo sin ser cobrados, y con los años se transformó en un mito. En los años 80, un graffiti en la estación 8th Street de Nueva York llegó a decir: “xn + yn = zn, sin soluciones. He descubierto una demostración maravillosa, pero no puedo escribirla porque mi tren está por llegar”. A esa altura, muchos matemáticos dudaban de que el mismo Fermat realmente la hubiera resuelto.
Entonces apareció el niño Wiles y la obsesión que justificaría su vida y casi lo haría pedazos. Primero, en una carrera por entender en qué habían fallado todos los matemáticos anteriores a él. Luego, como un problema incómodo durante toda su carrera en Princeton y Oxford, y al fin, el 23 de junio de 1993, como el motivo por el que por primera vez los focos del mundo se pusieron sobre él. En una conferencia en Cambridge, que se transformó en la más importante del siglo, Wiles anunció en qué había estado los últimos ocho años de su vida: encerrado en el ático de su casa, retirado del circuito y considerado acabado por sus colegas, había decidido ocupar todas las matemáticas existentes e inventar los cálculos necesarios para resolver el maldito problema.
Cuando terminó de llenar los tres pizarrones, el rostro de un matemático por primera vez en décadas copó las portadas de diarios del mundo, pero Fermat todavía reiría un poco más: a los dos meses, la detección de un error en la revisión de su trabajo lo llevó a pasar otro año encerrado en el ático, intentando resolverlo antes de quedar en vergüenza frente al mundo. En la última semana del plazo que se dio antes de anunciar el fracaso de su vida, pudo hacerlo. Tiempo después, en El último teorema de Fermat, el libro que escribió Simon Singh sobre su vida, diría: “Estaba tan obsesionado con este problema que por ocho años estuve pensando en él todo el tiempo, desde que me despertaba por la mañana hasta que me dormía por la noche. Es mucho tiempo para pensar en una sola cosa. Esa odisea particular ya ha terminado. Mi mente puede reposar”.
A 23 años de su resolución, cuando ya le otorgaron el Premio Abel, considerado el Nobel de Matemáticas, la única duda que dejó abierta sigue en el aire: ¿Es posible que Fermat haya resuelto con las matemáticas de hace tres siglos su problema? Aún hoy, se dice, hay matemáticos que intentan resolverlo usando sólo las herramientas del siglo XVII. Y no hay margen en el que quepan sus cálculos.

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