Por José Manuel Simián, desde Nueva York Abril 1, 2016

Cuando un día de 2006 el ex luchador Hulk Hogan tuvo la ocurrencia de acostarse con Heather Clem —entonces mujer de su entonces mejor amigo— no podía sospechar que con ello podría terminar redefiniendo los límites de la privacidad y la libertad de expresión en Estados Unidos. Los hechos de ese evento son tan borrosos y espurios como la propia leyenda de Hogan (nombre legal: Terry Bollea), pero esto es lo que sabemos de su propia boca: según él, por esos días estaba deprimido a causa de su inminente divorcio, y su amigo Todd Clem —un locutor radial que se había cambiado legalmente el nombre a “Bubba the Love Sponge”— le dio cancha libre para que se acostara con su esposa. Lo que según él desconocía (y aquí las versiones han ido cambiando) es que su amigo lo estaba filmando, y que en 2012 ese video terminaría siendo publicado por el sitio de internet Gawker.

Hogan, cuya carrera iba en claro descenso, inició acciones judiciales para que Gawker borrara el video, pero la compañía neoyorquina se rehusó. Mal que mal, la empresa fundada en 2002 por el periodista británico Nick Denton había hecho de su temeridad marca registrada, y del contestar demandas judiciales un ítem de su presupuesto. Denton, educado en Oxford y ex periodista del Financial Times, afirmaba por entonces que si algo era interesante para alguien, era noticia, y que correría a publicarla. Ello lo había llevado incluso a defender artículos que daban a conocer la homosexualidad de personajes públicos (a pesar de el propio Denton es homosexual), así como posteos de quienes divulgaban aventuras sexuales con famosos que no tenían otro valor que el puro chisme. Esta idea de “transparencia radical” de Denton a la hora de definir las noticias se aplicaba también en teoría a su propia compañía, lo que los llevó a publicar sus memos internos y posteos donde sus empleados lo criticaban.

Pero ninguno de los juicios previos había hecho tambalear a Gawker —que el año pasado se mudó de sus oficinas estilo start-up en un loft de SoHo a lujosas instalaciones en la Quinta Avenida— tanto como la demanda civil por US$100 millones que Hogan les interpuso por conceptos de daños a raíz de la publicación del video en un tribunal de Florida. Denton, algo asustado pero desafiante, publicó un texto titulado “El precio de un periodismo libre”, donde entre otras cosas, decía que él no había elegido ser el Larry Flynt de su generación (en referencia al fundador de la revista Hustler, quien en 1988 ganó por unanimidad un célebre juicio de libertad de expresión en la Corte Suprema de Estados Unidos), pero que “el derecho se hace de historias y casos como éste”.

En esto último, Denton tenía toda la razón. Sin importar que tanto las motivaciones de Hogan —quien en el juicio dijo que todas las veces que se había vanagloriado de su vida privada en público, lo había hecho como su personaje, no como Terry Bollea, el hombre cuya honra había sido dañada— como las discutibles (y ahora cambiantes) teorías sobre el valor noticioso del chisme de Denton sean poco defendibles, Bollea vs. Gawker podría terminar siendo el juicio de libertad de expresión más importante de la era de internet, un caso donde se termine redefiniendo lo que es de interés público y el límite del derecho a la privacidad para una figura pública.

En primera instancia, el jurado falló en contra de Gawker, asignándole a Hogan US$140 millones (más de lo pedido en la demanda y con daños punitivos). Denton ha prometido llevar su defensa radical de la libertad de expresión hasta la última instancia: “Los beneficios de ser alguien público tienen un precio, y para Hogan, cuya vida completa es una escenificación, ello se trata de un compromiso de tiempo completo y de largo aliento”. Este cachacascán apenas comienza.

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