Por Andrea Slachevsky, neuróloga U. de Chile, Hosp. Salvador y Clínica Alemana Abril 22, 2016

No podemos pensarnos sin las emociones. Sin ellas, seríamos probablemente indiferentes al desamparo de los niños refugiados y los “papeles de Panamá” no causarían disgusto en muchos o vergüenza en algunos de los implicados. Y sin embargo, a pesar de ser indispensables, prevalece aún hoy una visión peyorativa de las emociones, ilustrada por Platón en su diálogo Fedro. Allí, el gran filósofo compara el “alma” con un carro tirado por dos caballos: uno dócil (la voluntad) y el otro indómito y brutal (las emociones). La razón, el conductor del carro, permite llevar al carro a su destino. Solo recientemente, la interesante alegoría del film Intensa Mente intenta desagraviarlas. Riley, la niña protagonista, se paraliza cuando las cinco emociones que habitan su cerebro (la tristeza, la alegría, el miedo, el asco y la rabia) la abandonan. ¿Pero en qué sentido son emociones esos cinco personajes?

Una definición de las emociones debe considerar tres elementos cardinales. Por una parte, las emociones no son exclusivas de los humanos. En 1872, Charles Darwin, en La expresión de las emociones en los hombres y animales, postuló que las emociones son productos de la evolución y participan en la supervivencia. Por otra parte, las emociones operan frecuentemente de manera implícita e inconsciente. Por último, las emociones son múltiples: van desde las emociones básicas o universales, como los cinco personajes de Intensa Mente, pasando por las emociones sociales, asociadas con la relación con los otros, (por ejemplo, la vergüenza o la culpa), hasta emociones culturalmente dependientes, como el “amae” japonés (un sentimiento agradable de apego o dependencia del otro) o el “lítost” checo (sufrimiento causado por la visión repentina de la propia miseria). Por lo tanto, no tiene sentido definir las emociones por su característica más sobresaliente: el sentimiento o la sensación subjetiva que se les asocia.

Según el neurocientífico Joseph LeDoux, en el libro The Emotional Brain: The Mysterious Underpinnings of Emotional Life, “la experiencia consciente de las emociones es una parte, y no necesariamente la función central, del sistema que las genera”. El neurocientífico Edmund T. Rolls propuso que las emociones son estados provocados al obtener recompensas o evitar castigos. Por ejemplo, el placer al satisfacer la sed o recibir un premio o el miedo al enfrentarse a un peligro. Para Rolls, las emociones forman parte de un sistema eficiente que motiva a actuar de manera flexible. Las emociones permiten que ciertos estímulos, asociados a recompensas o castigos constituyan objetivos para la acción. No se establece una asociación rígida estimulo-acción, sino que optamos entre múltiples posibles acciones para el logro del objetivo.

Las emociones también explican por qué somos capaces de movilizamos por estímulos muy variados. El neurocientífico Jaak Panksepp ha postulado que la valorización afectiva es una propiedad fundamental del sistema nervioso. Influidos por la cultura y la historia de cada uno, otorgamos valores a estímulos no innatos, convirtiéndolos en posibles recompensas o castigos. Algunos verán en los paraísos fiscales una excelente oportunidad y sentirán molestia al ser injustamente denostados, mientras muchos otros los verán como una desfachatez. Por último, las emociones constituyen la repuesta óptima a múltiples situaciones, como escribe LeDoux: “¿Qué tiene de irracional responder a un peligro con una conducta evolucionariamente perfecta?” De hecho, para Aristóteles, el enojo era la mejor repuesta a un insulto.

En suma, el estudio científico del comportamiento corrige a la alegoría del carro de Platón: el “alma” es un carro sin cochero tirado por tres caballos actuando colectivamente. El caballo de las emociones impulsa y guía a los caballos de la razón y la voluntad, y la dirección de sus pasos cambia según el camino andado y el paisaje.

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