Por Sebastián Rivas, desde Chicago Marzo 11, 2016

En estos tiempos de campañas, discursos altisonantes y frases para la galería, es difícil encontrar en Estados Unidos un momento en que los políticos se unan detrás de una idea consensuada. El domingo de la semana pasada fue uno de esos escasos instantes: desde Bernie Sanders hasta Donald Trump, pasando por Hillary Clinton y el espectro completo de candidatos presidenciales, todos se dieron tiempo para manifestar su pesar por la muerte de Nancy Reagan, ex primera dama e ícono de la derecha estadounidense.

De alguna forma, la muerte de Nancy, la esposa de Ronald Reagan, simboliza también el cierre de un extenso período político estadounidense. En medio de llamados a revoluciones políticas o hacer nuevamente grande a América –el lema de campaña de Trump que replica uno de los lemas de Reagan en los años 80–, la elección que viene, salvo una sorpresa mayúscula, presentará un candidato republicano que poco tiene que ver con los valores tradicionales del partido en las últimas tres décadas.

Porque Ronald Reagan simbolizó la creación de una nueva identidad para los republicanos, remecidos todavía por la realineación de votantes tras las reformas de derechos civiles a mediados de la década de 1960 y el escándalo de Watergate en la primera parte de los años 70. Pocos hoy dudan en recordar ese período como uno muy bueno para Estados Unidos, con hitos tan significativos como la recuperación económica y el fin de la Guerra Fría. En un país en que la política exterior se vive a veces con la pasión de los deportes, ese triunfo ideológico es hasta hoy un orgullo colectivo.

Más aún, Reagan abrió un espacio político más allá de las fronteras republicanas y conquistó votantes que tradicionalmente habían votado en contra del partido. Los “demócratas de Reagan”, asociados en especial a la clase media de trabajadores en el cordón industrial del Medio Oeste estadounidense, siguen siendo en estos días el objeto de análisis de los cientistas políticos y uno de los grupos que los candidatos cortejan en las elecciones presidenciales para triunfar en los estados clave.

Esa línea fue seguida por la familia Bush en sus consiguientes candidaturas presidenciales, y también influyó en los demócratas, quienes sólo pudieron retomar la Casa Blanca en 1992 con Bill Clinton, un postulante que, en su momento, aparecía como una especie de “tercera vía” más conservadora que los tradicionales aspirantes de la colectividad. Al mismo tiempo, los republicanos se las arreglaban para mantenerse firmes en el debate ideológico con nuevos grupos y conceptos: el “Contrato con América” de Newt Gingrich en 1994, el “conservadurismo compasivo” de George W. Bush en 2000 y, en política exterior, el auge de los “neoconservadores”, quienes impulsaron las guerras en Afganistán e Irak.

Pero las señales de agotamiento empezaron a notarse poco después del triunfo de Barack Obama. Aun cuando los republicanos volvieron a tomar el control en 2010 de la estratégica Cámara de Representantes —equivalente a los diputados chilenos—, lo hicieron en las alas de un nuevo movimiento interno, el Tea Party, mucho más dogmático y rígido en su visión del mínimo rol que debe tener el gobierno. Los candidatos del movimiento empezaron a desbancar a los del establishment republicano: dos emblemáticas sorpresas fueron los triunfos de los aspirantes al Senado Ted Cruz y Marco Rubio.

Y es a lo menos paradójico que ambos —y en especial Cruz— sean hoy la última esperanza del partido ante lo que aparece como una amenaza existencial: que su candidato sea inclasificable Donald Trump, cuya ideología y pensamiento no cuadra con ninguna corriente interna. Más sorprendente es que los mismos líderes republicanos, pensando en la posibilidad hace cuatro años, hayan endurecido las reglas de la nominación para beneficiar a candidatos más clásicos, y que igual no les haya servido.

Los gestos de admiración y lealtad que hacen los candidatos republicanos en cada campaña hacia la figura de Reagan, como organizar al menos un debate en su biblioteca presidencial, nunca han parecido más carentes de significado que en este 2016. Trump y Cruz no escatiman críticas hacia el partido y sus dirigentes, incluso a ex presidentes como Bush hijo. Las voces que se alzan para advertir de los riesgos, como la de Mitt Romney, tienen poco efecto: el martes, Trump ganó cómodamente en Michigan, el estado donde el padre del ex candidato presidencial en 2012 hizo su carrera política. En medio de la incertidumbre, lo único claro hoy es que la opción de un candidato moderado pasa porque la carrera llegue disputada hasta la misma Convención Republicana.

Pero el hecho de que Trump y Cruz sean mayoría ya marca ese cierre de época para los republicanos, una muy distinta a la que protagonizaron Ronald y Nancy Reagan. En 1987, y contra las advertencias de la mayoría de sus asesores, el entonces presidente decidió viajar a Berlín y exclamar en la Puerta de Brandeburgo una frase que quedó grabada en la historia: “Señor Gorvachov, ¡destruya este muro!”. Que casi tres décadas después el favorito republicano proponga construir un muro para dividir a México y Estados Unidos aparece como una cruel ironía del destino, una marca más en el largo funeral de Estado que por estos días vive aquello que se llamó “el partido de Reagan”.

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