Por Alejandra Costamagna Marzo 18, 2016

“No soy un hombre de palabras”, decía Rodrigo Achondo en los años noventa. Pero el entonces veinteañero actor, dramaturgo y director, egresado de la Escuela de Teatro La Casa, se equivocaba: las palabras sí eran lo suyo. Lo eran de una forma distinta, con toda seguridad, a las de sus pares generacionales que entonces reavivaban la escena teatral chilena. La democracia daba sus primeros balbuceos a todo color, a todo circo y carnaval, pero Achondo prefería el blanco y negro de la desconfianza. El gris de la cloaca que emergía para callado. Mientras otros tomaban el aperitivo de la alegría, él tragaba las gotas ácidas del pesimismo. Donde otros maquillaban la realidad para que se viera impecable, él la desnudaba, la rajaba de orilla a orilla. Los trapitos sucios se lavaban en escena, que era como decir en casa. La ilusión no entraba por esta puerta.

Sus obras, que atribuía a un tal Gato Barrios, eran crudas y estaban desprovistas de eufemismos. Achondo no sólo tenía palabras, sino que éstas eran puñetazos directos. Tal como es hoy su sorpresiva muerte, a los 46 años, tras una falla hepática irreversible derivada de una hepatitis.

Ver un montaje de la compañía Anderblú, que el dramaturgo dirigió entre 1996 y 2002, era someterse a un naturalismo extremo, a una atmósfera de violencia tarantinesca, a unos diálogos que acreditaban un oído privilegiado para el habla coloquial, a la presencia de unos tipos con aspecto de patos malos, parados a la misma altura del público, sin tarimas ni mayores decorados, que no parecían actuar sino vivir. Era la sensación de estar frente a una escena irrepetible, porque había un manejo del tiempo real, sin cortes ni elipsis, que dejaba a los actores y a los asistentes casi sin respiro.

Sus obras nunca fueron las mismas de una función a otra, el guión siempre podía variar. La espontaneidad era fundamental para Achondo. Que las cosas quedaran expuestas al azar, que la comida cocinada en una olla durante la función en una salita escondida de la Estación Mapocho impregnara el ambiente, que los disparos ejecutados en una oficina penumbrosa del Teatro Cariola provocaran sobresaltos, que nos capturara la interpretación desafectada de Edinson Díaz en su papel de mafioso barriobajero. O que nos deslumbrara el talento actoral de Francisca Gavilán, muchísimo antes de interpretar a Violeta Parra en el cine.

El escenario de un Chile sucio era su telón principal. Lo pudimos ver en Rojas Magallanes, (1996), Módulo 7 (1997), Munchile (1998), Asesino bendito (1999) o NN 2910 (2001). En todas ellas exploraba temas como la violencia policial, el narcotráfico, la vida carcelaria, la corrupción o los excesos y las consecuencias de un mal manejo del poder político. En una de ellas, incluso, había parlamentarios con negocios turbios que se hacían los tontos frente a la ciudadanía. Ya entonces Achondo hablaba de eso. En un país donde los pactos y las negociaciones bajo la mesa empezaban a hacer que las palabras perdieran peso, el dramaturgo supo que había que darles un nuevo estatuto.

Él decía que no era un hombre de palabras, pero ahí estaba justamente su estrategia: en devolver a ellas su carga explosiva. Nadie como Rodrigo Achondo disparó esos cartuchos en el Chile transitorio de los años noventa.

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