Por Patricio Jara Febrero 12, 2016

Vivieron hace millones de años y sin embargo se niegan a desaparecer. Cada vez que alguien descubre los vestigios de un dinosaurio más grande o más curioso que el anterior, la sensación es la misma: lo raro que resulta imaginar el planeta habitado por criaturas que no seamos nosotros o, peor, saber que las cosas funcionaban muy bien bajo sus propias reglas hasta que cayó el meteorito que lo estropeó todo.

Desde comienzos de 1800 que los dinosaurios son objeto de interés científico, y generalmente este va acompañado de cierto desasosiego por la imposibilidad de completar un puzle gigantesco arrasado por el paso del tiempo.

“Cada vez que intentamos imaginar el futuro, irremediablemente terminamos por evocar el pasado. Sucede que la idea del porvenir está hecha de la misma materia de la que se construye la nostalgia”. La frase del novelista argentino Federico Andahazi calza perfecto a la hora de adentrarse en la investigación de su compatriota, el periodista Miguel Prenz, autor de una extravagante crónica llamada Gigantes. La guerra de los dinosaurios en la Patagonia (Tusquets), la cual recorre el sur de Argentina para conocer los éxitos y frustraciones de un grupo de paleontólogos situados en una zona que, se presume, guarda el más grande ecosistema de animales prehistóricos del planeta.

Prenz viaja a la región conocida como el Triángulo de los Dinosaurios, en Neuquén, y cuenta la historia de una galería de personajes para quienes estos hallazgos han determinado sus vidas y la de sus comunidades. Si alguna vez allí hubo prosperidad gracias al petróleo, luego de la debacle que generaron las privatizaciones, la única manera de recuperarla es escarbando la tierra hasta llegar a las capas del Mesozoico y rentabilizar lo que tiene guardado. La paleontología es una ciencia, desde luego, y posee reglas y códigos, pero cuando se transforma en una industria, ciertos márgenes se diluyen y comienzan los problemas.

Gigantes muestra las disputas entre bandos científicos para los que cada hallazgo pone en juego su prestigio y su chance de seguir dedicados a su disciplina en condiciones menos precarias que las actuales. Sin contar el desconcierto que estos descubrimientos provocan en el espíritu de algunos grupos religiosos tan apegados al relato bíblico, que aún debaten si los dinosaurios convivieron con Adán y Eva o si tuvieron un espacio en el arca de Noé.

Miguel Prenz es un autor preparado. Aplica la dosis justa de erudición y no teme que su crónica salte del texto de divulgación al western donde hay traficantes de fósiles y autoridades desesperadas por conseguir una tajada de figuración y poder. Aquellos son los mejores pasajes del libro.

Y mientras la vida sigue, allí están los restos del giganotosaurus, el carnívoro más grande que haya habitado el planeta, del argentinosaurus, un herbívoro de 40 metros de largo y 15 de alto, entre otros animales de campeonato aún por desenterrar. Todos se pelean la atención del Primer Mundo para que los habitantes de la provincia de Neuquén tengan un destino mejor del que les tocó a ellos mientras habitaron la Tierra.

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