Por José Manuel Simián, desde Nueva York Diciembre 4, 2015

Una de las consecuencias inmediatas de los atentados terroristas de París y Beirut entre los sectores conservadores de Estados Unidos fue más terror. Terror a que los 10.000 sirios que el presidente Barack Obama prometiera recibir como refugiados el próximo año escondieran a terroristas. Líderes republicanos acusaron nuevamente a Obama de poner al país en riesgo, y los gobernadores de 31 estados (uno de los cuales es demócrata) declararon su oposición a recibir en su territorio a refugiados sirios, a pesar de que la decisión de a quién se admite en el país le compete al gobierno federal y no a los estados que forman la unión. Predeciblemente, todos los precandidatos republicanos a la presidencia se pusieron a competir a ver quién tenía la postura más radical contra los refugiados. Donald Trump, por ejemplo, propuso no sólo no admitir ningún nuevo refugiado sirio, sino además deportar a los que ya estaban en el país, mientras que Ted Cruz tuvo la ocurrencia de sólo admitir a los sirios de fe cristiana, puesto que “no hay un riesgo significativo de que un cristiano cometa actos de terrorismo”.
El viernes pasado, un cristiano cometió un acto de terrorismo. Robert L. Dear Jr., un hombre blanco de 57 años que solía publicar comentarios sobre su fe en sitios online, entró a una clínica de la organización de salud reproductiva Planned Parenthood en Colorado Springs y abrió fuego. Tres personas murieron y 9 resultaron heridas. Según un sobreviviente del ataque, mientras disparaba, Dear gritó “¡No más partes de bebé!”, en referencia a la polémica generada este año por una serie de videos encubiertos que acusaban a Planned Parenthood de profitar de la venta de órganos de fetos abortados.
No había que ser adivino para saber que acusaciones contra Planned Parenthood generarían ataques como el ocurrido en Colorado Springs. Cuando escribí sobre ellas hace un par de meses en estas mismas páginas, apunté que los ataques terroristas contra la entidad sin fines de lucro por quienes se oponen al aborto eran episodios tristes y recurrentes de la historia reciente de Estados Unidos. Que incluso varios de los aspirantes republicanos a la Casa Blanca refrendaran las acusaciones después de que se demostrara su falsedad también era predecible: los fundamentalismos no tienen mucho lugar para los hechos, especialmente si tal obcecación puede traducirse en votos.
Igual de predecible resultó la actitud de muchos de quienes, coincidentemente se oponen a aceptar a los refugiados sirios: la negativa de llamar a Robert Dear “terrorista cristiano” o simplemente “terrorista”, a pesar de que no se trataba de la primera vez que atacaba un centro de Planned Parenthood. Cuando el autor de una masacre como las que ocurren casi todos los meses en Estados Unidos es un hombre blanco (y casi siempre lo es), la mayoría de los políticos y periodistas estadounidenses lo califican simplemente como un demente y un antisocial, como si esas características eliminaran la posibilidad, que mata para causar terror o imponer sus ideas “terroristas”.
La palabra “terrorismo” suele también parecer inoponible a los actos de amedrentamiento que continuamente se cometen contra los centros de Planned Parenthood. Esta semana una escritora llamada Bryn Greenwood generó atención nacional al recordar en una serie de tuits todos los actos de terrorismo que había presenciado durante los tres años que trabajó en un centro de la entidad en Kansas que ni siquiera realizaba abortos: atentados incendiarios con gasolina, bombas fétidas lanzadas al sistema de ventilación, invasiones que forzaban a tener que evacuar a los pacientes que se realizaban atenciones de salud, petardos, cientos de amenazas telefónicas y balazos a las ventanas disparados desde autos en movimiento. “El objetivo era intimidarnos para que no viniéramos a trabajar”, tuiteó Greenwood, “hacer que renunciáramos, hacer que cerráramos la clínica. Eso es terrorismo. Así funciona el terrorismo”.
Así las cosas, el debate sobre terrorismo doméstico en Estados Unidos recuerda a veces al debate que genera El mercader de Venecia de Shakespeare, la obra en que un prestamista judío llamado Shylock exige una libra de carne de su deudor como garantía del crédito. Algunos ven a Shylock como un hombre lleno de odio que busca interpretar literalmente el ridículo contrato para vengarse de los comerciantes cristianos que prestan dinero sin interés, mientras que también es posible verlo como una víctima de discriminación y vejaciones permanentes a causa de su raza y religión que intenta demostrar a sus opresores lo que es estar a merced de otros. Un conflicto en que buenos y malos pueden cambiar según el cristal con que se los mire.
Mientras escribo estas líneas, cruzan las alertas de noticia sobre un atentado en un centro de conferencias de San Bernardino, California, en que tres pistoleros mataron a por lo menos 14 personas. Habrá que verles las caras para saber si se trató de un acto de terrorismo.

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